Wade Davis tenía 19 años la primera vez que entró a una clase de Evans Schultes en Harvard en 1972. Más que la cerbatana que usaba sin piedad en clase le llamó la atención un balde que estaba al lado del tablero lleno de un fruto verduzco con la forma de una mandarina gorda. Era peyote. Evans Schultes conoció al potente alucinógeno cuando era alumno en Harvard de Oakes Ames, una de las autoridades más grandes que han existido sobre orquídeas.
Tomó un libro delgado del escritorio del profesor y se lo llevó a su pequeño apartamento al Este de Boston. Esa noche no durmió y quedó maravillado con esa “carne de los dioses” como los mayas lo llamaban. Al otro día, con la mirada chispeante, le dijo a Ames que necesitaba conocer esa planta. Oakes, confiando en su brillante discípulo, le dio un sudoroso fajo de billetes y le dijo una frase que nunca olvidaría “Tienes que vivirla”. Era 1935, en plena prohibición, el joven Evan Schultes tenía un viejo Studebeaker del año 28. En él llegó a Oklahoma y consumió, durante dos meses, cinco veces por semana peyote. Toda la información la consignó en su agenda.
Por eso le daba al alumno que quisiera un fruto para que vivieran la experiencia. Davis no venía por peyote. Quería su consejo, su bendición. Quería viajar a la Amazonia colombiana, navegar los ríos que durante los años cuarenta recorrió Evan Schultes, financiados por compañías norteamericanas que querían caucho para alimentar la guerra contra Hitler. Esa fue la excusa. Lo que buscaba el científico era conocer las plantas sagradas de dioses olvidados. Schultes supo reconocer en Davis a un discípulo. El canadiense ya conocía Colombia. A los 14 había pasado una temporada en Dapa, el corregimiento del municipio de Yumbo, muy cerca de Cali, donde Davis se pegó su primera borrachera y besó por primera vez a una muchacha. En cierta forma era como regresar a casa.
Era el principio de la década del 70 y los descubrimientos de Evan Schultes habían sido fundamentales para desatar la contracultura. Grupos como Pink Floyd o escritores como William Borroughs afirmaban haber bebido de la fuente de Evan-Schultes. Con una sonrisa en los labios le dio su bendición a Davis. Dos semanas después de hablar con el maestro llegó a Bogotá. De ahí pasó al Cauca y en el Valle del Sibundoy volvió a tomar contacto con dioses que ya parecían muertos. Cada vez que creía desfallecer se aferraba al recuerdo del maestro.
En Colombia duró doce años en el corazón del Amazonas. Allí estuvo en los espejos de agua que enloquecieron a Lope de Aguirre, fue el primer europeo en ver los cerros de Mavecure. El profesor Evans Schultes pudo conocer Colombia gracias a un permiso de un semestre que le dieron en Harvard. Ya en América pudo mantener sus investigaciones gracias a los convenios que tuvo con compañías cercanas al caucho. En esa época en el Amazonas era el único lugar donde se daban el líquido del que hacían el plástico, el árbol hevea. El botánico pudo obtener, gracias a su tenacidad, la planta de donde salía el Yagé, la planta más representativa y poderosa del Amazonas además de ver el río de todos los ríos, el Apaporis.
Veinte años después Wade Davis volvió tras los pasos de su mentor. Vio los petroglifos de Chiribiquete y pudo ver con sus ojos el valle de los dioses. Todo lo que vio lo consignó en su libro El río. Ahora, con el documental El sendero de la anaconda, queda claro que el legado de Evans Schultes quedó en buenas manos, las de su discípulo Wade Davis.