Hablar de los desaparecidos del palacio desde el corazón es una de las más difíciles tareas que emprende mi ser, es tocar la fibra de recuerdos que me ahogan en un mar de tristezas y melancolías, es ver la luz lejana de la esperanza, es sentir la inalcanzable certeza de saber dónde están tus manos, es atarme al azaroso destino de la guerra, es vivir la decepcionante delicadeza de una inalcanzable paz.
Aquellos 6 y 7 de noviembre de 1985 entre llamas, sonidos de fusiles, emisoras silenciadas y periódicos censurados nos acercamos con José mi padre, al ruinoso palacio a buscar algo de ti, una migaja de tu ser que nos permitiera ir al cementerio, pero no fue así, nada de ti quedó, nada de tu ser, solo recuerdos de tu pasión por el idioma francés, solo cartas de amores inalcanzables, solo diarios de peleas por celos de padre; solo la certeza de que fuiste y no serás.
Las paredes del instituto de medicina legal, la malla que separa la carrera séptima del cantón norte, la quebrada aledaña al batallón Ricardo Charry Solano, las paredes de la procuraduría, las cartas de respuesta de la presidencia de la república, la entrada del hospital militar en Bogotá son los testigos mudos de luchas de varias generaciones que no se resisten a que el olvido se tome por asalto la esperanza. Años de silencios y muerte, años de ver la cara y escuchar la voz del persistente y terco Eduardo Umaña, años de procesos amarrados con pitas sin un mínimo de interés estatal, años de velas, fotos y misas del día 6, años de hospitales que vieron morir padres y madres, años de ver nacer en esos mismos hospitales a los hijos de los hijos, a los hijos de los hermanos y de ver crecer a los hijos sin madres ni padres, niños sin abuelos ni tías: la horrorosa guerra en la cotidianidad de mi ser.
El dormido león de la justicia se despertó veinte años después a ver que podía beber, dando tumbos lo observamos, de acá para allá de allá para acá, intentando hacer tardíamente lo que no le permitieron hacer oportunamente, dio paso a que tocáramos puertas en cortes por fuera de Macondo. Casi tres décadas después y construyendo palmo a palmo con la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz y con el Colectivo de Abogados Jose Alvear Restrepo nos fuimos a hablar con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington a comienzos del año 2011 (foto), fuimos con la garganta cansada y con la certeza de le esperanza de que ahora sí se haría justicia, fuimos a pelear el derecho a la dignidad, fuimos a decir que Colombia debe entender que si desaparecen más de una decena de personas a dos cuadras de donde vive el presidente es porque algo anormal está ocurriendo.
Nos escucharon, esfuerzos de juristas de días y noches por hacer que el caso pasara de la comisión a la Corte Interamericana de Derechos Humanos sellaron lo que hoy ve Colombia: una reivindicación de la lucha de los familiares de los desaparecidos en el palacio de justicia casi tres décadas después, un drama que no encuentra su epílogo por la ausencia de los restos pero que nos pone de presente dos cosas: primero, que en la vida hay que saber luchar no solamente sin miedo sino también sin esperanza como bien lo pregonara el ex presidente italiano Sandro Pertini y segundo, que la vida cobra sentido cuando de ella se hace una aspiración a no renunciar a nada (Jose Ortega y Gasset); seguiremos tercos y persistentes en exigir la devolución de los restos y el relato de la verdad que nos deben losdesaparecedores, oídos prestos a escuchar, ojos listos para ver, manos listas para recibir y almas listas para después de ver oír y sentir, proceder a dar el sanador perdón, estamos en manos de la voluntad del ejército, la policía y los organismos de seguridad del Estado colombiano, no lo olviden: actos protocolarios de perdón estatal no reparan lo esencial.
*Texto publicado el 15 de diciembre del 2014