Lo que ocurrió en el país este 14 de febrero resultó tan idéntico, pero, al mismo tiempo, tan sorprendentemente contrario a lo sucedido el 15, que quienes vivimos preocupados por nuestro país deberíamos preocuparnos aún más.
Como en muchas ocasiones anteriores, el 14 salió a las calles ese pueblo que sufre de cuanta privación se puede ser víctima bajo un régimen burgués, y más aún si es modelo neoliberal. Sin embargo, en esta ocasión ya no lo hizo en protesta contra un gobierno hostil, sino en respaldo a las reformas que quiere implementar el que ahora considera suyo, el gobierno de Gustavo Petro.
Pero el 15 volvió a desfilar ese mismo pueblo, el que no tiene trabajo digno o estable o bien remunerado; el que no encuentra casi nunca atención adecuada a sus necesidades básicas; el que vive bajo el riesgo de ser atracado por alguien más hambreado que él y el que lo está siendo por un sistema financiero agiotista o es víctima de una carestía que le saca el pan de la boca. Sí, ese mismo pueblo que tiene frente a sí a ese mismo gobierno que les busca solución a sus problemas, pero que está embaucado por una casta política tradicional que lo hostiga con mensajes engañosos, según los cuales esos males solo aparecieron aquel nefasto día en que llegó Petro al poder, por lo cual hay que salir a protestar contra él, como en efecto lo hizo este 15 de febrero.
Esa movilización del 15 no fue de poca importancia; y ante ella, lo mismo que ante otras de igual magnitud que la oposición ha realizado, resulta insensato cerrar los ojos y presentar justificaciones como la de decir que han sido movilizaciones fletadas por la derecha. La derecha fleta, sí, y lo seguirá haciendo mientras haya quienes se dejen fletar; pero ello no les resta importancia a sus movilizaciones, ni elimina el riesgo de que desemboquen en peligrosas guarimbas, como lo demuestra la experiencia venezolana.
Tanto los que desfilaron el 14 como los que lo hicieron el 15 necesitan estar del mismo lado, respaldando juntos los cambios que unos y otros requieren para el bien de todos. Y unirlos es precisamente el reto que deben asumir el Pacto Histórico y las organizaciones sociales afines al gobierno del cambio. Hay en ese propósito un anhelo de vieja data que no se ha podido concretar, casi siempre por sectarismo, pero que no hacerlo hoy, o al menos no avanzar considerablemente hacia él, es desperdiciar un proceso transformador que nunca ha tenido una vislumbre más clara, como es la que tiene este que encarna Gustavo Petro.