Si existe un genio incomprendido de la música clásica este fue Franz Schubert. Decían, por los retratos que nos han quedado, que era ingenuo y bonachón. Nada más equivocado. Schubert era un niño malo, uno de esos que vivió rápido y dejó un cadáver hermoso. Sus fiestas eran frenéticas. En ellas mostraba sus trabajos a sus amigos, sus estrenos. Eran tan escandalosas que llevaban su nombre, Schubertiadas les decían. No se le conocieron demasiadas mujeres, en cambio siempre se mantenía cercano a su mejor amigo, Franz Von Schober, quien moriría de sífilis a los 35 años, tres meses después de lo que hiciera él.
Hasta los 26 años era una especie de monje consagrado a la música. Casi no salía de su casa y se la pasaba las noches en vela y los días de turbio en turbio haciendo una obra que se tiene entre las más notables de la historia de la música. Después, cuando estalló su fama, Franz Schubert se dedicó en pleno a los excesos. Como un rockero de nuestros días el muchacho no le decía que no a nada. En las Schubertiadas la música pasó a un segundo plano. Se corrían los ríos de alcohol y se flotaba en las espesas nubes de opio. Igual lo suyo siempre fue una fama relativa. Una fama solo apreciada por un circulo apretado y selecto. En vida sólo se le recuerda un concierto, uno que se organizó en Viena en 1824.
La exposición terminaría abruptamente cuando cumplió 28 años. Una extraña erupción cubría su piel. Empezaba a caérsele en manotadas el pelo. Se metió a la casa de sus papás donde intentó terminar su Octava Sinfonía de atormentadora belleza y que dejaría inconclusa. Cuando la enfermedad se agravó, cuando ya el dolor de cabeza eran incesante, cuando una cojera parecía condenarlo a un prematuro bastón. Su tendencia a la depresión se profundizaría con la enfermedad. En una de sus cartas de la época le cuenta a un amigo: “Me siento el más infeliz y miserable de las criaturas. Imagínate un hombre cuya salud nunca volverá a ser normal, cuyas más brillantes esperanzas no se han cumplido. Mi paz ha desaparecido, mi corazón está dolido; me acuesto esperando nunca despertar y cada mañana me recuerda las penas de ayer”.
La locura empezó a aparecer cuando la enfermedad se agravaba como un monstruo temible. Sus amigos, asustados, se distanciaron. Su único consuelo era el alcohol y el opio, bálsamos que terminaban de avinagrar su carácter.
El 31 de octubre de 1828 entró a un restaurante en Viena, pidió un pescado y, mientras se lo estaba comiendo, con un gesto teatral, arrojó los cubiertos al aire y dice que alguien lo ha envenenado. Cae presa de fiebre y moriría el 19 de noviembre a los 31 años. Por su sangre corría la sífilis pero murió de una especie de fiebre tifoidea. Doscientos años después la música de Schubert nos acompañará a los colombianos en el IV Festival de Musica clásica.