Gracias a la intercomunicada “aldea global”, la reciente moda de bajar monumentos a conquistadores y esclavistas se regó por todo el mundo después del asesinato del afrodescendiente George Floyd, cometido por policías norteamericanos. Ni el cruel y mutilador emperador Belga Leopoldo II se salvó de que le cobraran sus atrocidades en el Congo.
A segundo plano de los medios locales y nacionales pasó la información relacionada con el asesinato de un dirigente indígena de totoró y su hija; y el posterior panfleto publicado amenazando a su pariente el alcalde Conejo y a todos a los que, con mala ortografía, acusan de ser: “invasores, extorsionistas, etcétera”, si no abandonan el territorio.
Todos los informes de los corresponsales de televisión, radio y periódicos, además de las fotos, videos y comentarios en redes sociales, se concentraron en la tumbada por parte de un grupo de indígenas misaks de la estatua de Sebastián de Belalcazar, que fue encargada al famoso escultor Victorio Macho (el mismo que para la ciudad de Madrid construyó el monumento al médico Santiago Ramón y Cajal, según me informa Guido Enriquez) para el cuarto centenario de la fundación oficial de Popayán por parte de los conquistadores españoles y que inicialmente iba a ser instalada en la Plazoleta de San Francisco; mientras El Morro, cerro piramidal con destino funerario y ceremonial construido por los indígenas pubenences, iba a ser coronado con la escultura del cacique Pubén, creada por el célebre escultor colombiano Rómulo Rozo, que al no tener respaldo en su tierra se fue para México con la maqueta para esculpirla no sé sí en su capital (donde fue maestro en la Universidad Nacional Autónoma de México) o en Mérida o Yucatán, adonde fue a enseñar y a morirse.
Es un acto simbólico que atiza la polarización alrededor no solo de hechos reales de “conquista moderna”, como la sistemática eliminación de líderes indígenas, campesinos, ecologistas, entre otros, que luchan por defender sus territorios de las “nuevas fronteras de colonización”, apetecidas por narco-hacendados-ganaderos afectos al régimen y el gran capital agroindustrial e impulsor de macroproyectos mineroenergéticos en los llamados “baldíos” de la nación y en parques naturales y territorios colectivos ocupados por comunidades indígenas y afrodescendientes asediadas por guerrillas, paramilitares reciclados, bandas de narcotraficantes nacionales y mexicanos, etcétera, con las fuerzas armadas esperando que se maten entre todos, y con el terror y la violencia desplacen a los escasos habitantes que son obstáculo para el “desarrollo neoliberal”.
Logran distraer la atención de lo fundamental al concentrarse en la destrucción de la iconografía de la empobrecida ciudad en la que no se han instalado grandes fábricas y que con vestigios de su antigua riqueza hoy sobrevive con sus edificios coloniales convertidos en atractivos turísticos, más los centros educativos, el comercio y los servicios que configuran su paupérrima economía; y en la que ya no habitan los antiguos terratenientes, sino miles de desempleados rebuscadores, inmigrantes de municipios vecinos, algunos enriquecidos gracias a la producción de cocaína, miles de desplazados por la pobreza y violencia, y una cada vez más reducida burocracia.
Se desenfoca así la discusión principal sobre los violentos y cotidianos hechos de la nueva oleada conquistadora desplegada por la economía legal e ilegal en territorios que el Estado dejó en manos de las guerrillas, paramilitares y numerosas bandas ligadas al narcotráfico, minería ilegal, extorsión, contrabando, etcétera; olvidando que desde hace tiempo ya estaba en discusión el traslado de la estatua de Belalcázar a la plazoleta de San Francisco, después de la construcción del monumento al cacique Pubén u otra escultura que consensualmente y no dirimida a garrote y machete acuerden entre ellas las comunidades indígenas.