El niño de tres años que da vueltas sobre sí mismo buscando la liberadora sensación de levedad es descendiente directo de aquel primate que, según sostienen algunos etnobotánicos, comió un hongo alucinógeno y de paso comenzó a pensar. Desde que somos especie hemos estado buscando, a como dé lugar, alterar nuestra conciencia.
Los griegos tan sobrios y prejuiciosos que dijeron ser, viviendo la dictadura fascista que soñó Platón, tuvieron el tiempo y la disposición para trabarse. En septiembre, al oeste de Atenas, cientos de personas se reunían en el templo de Eleusis para celebrar a la diosa Demeter. Los fieles se quedaban en ese sitio tres noches, sin comer ni dormir, sobreexcitados y con visiones místicas gracias a la ingestión de un brebaje conocido como Kykeon que contenía cornezuelo de centeno, el mismo ingrediente que Albert Hoffman utilizaría para crear el juguetón y poderoso LSD 2.500 años después. Lo que preocupaba a las siempre vigilantes autoridades atenienses eran los rumores que afirmaban que la droga circulaba libremente fuera del culto y se usaba para uso recreativo. Estos chismes se vinieron a confirmar cuando en el 415 a.C., al famoso y valiente general Alcibíades le llegó a su casa todo un batallón de soldados con el firme propósito de hacer un allanamiento. Después de un par de horas de exhaustiva búsqueda encontraron, en una pared falsa, una bolsa repleta de hongos desecados y otra en donde quedaba algo de cereal con cornezuelo de centeno. Lejos de destruir su carrera, el general continuó siendo una celebridad dentro de la sociedad ateniense y se convirtió de paso en el primer caso criminal relacionado con posesión de drogas.
Con la sola excepción de los esquimales, encerrados en sus estériles y eternos bloques de hielo, ninguna sociedad ha podido vivir sin consumir sustancias psicoactivas. Están con nosotros todo el tiempo y sin embargo no sabemos nada de ellas, es un conocimiento que nos ha sido vedado y del cual solo conocemos su leyenda negra. En los setenta decían que el consumo de marihuana hacía que las glándulas mamarias de los hombres crecieran y después de una semana fumando yerba el tipo más rudo podría lucir unas tetas muy parecidas a las de Pamela Anderson. Sobre la heroína, el bazuco y hasta la cocaína se ha dicho que con solo probarlas ya estás enganchado, cuando hay estudios que demuestran lo contrario.
Conozco muchísima gente que los viernes en la noche acompaña sus tragos con dos gramos de cocaína, una pastilla de éxtasis, dos porros, y al otro día se levantan con una leve resaca. La dieta, lejos de matarlos, es un aliciente para afrontar la aburrida cotidianidad. Sí, es innegable que aunque el exceso es el camino a la sabiduría igual te terminará destruyendo. Esnifar cocaína es una experiencia electrizante que le da un sabor festivo a la reunión de amigos más intrascendente, pero al cabo de un tiempo vendrán problemas tan incómodos como el moqueo constante, la sinusitis y por supuesto la destrucción del tabique. Y no necesariamente deberás ser Diomedes Díaz para que alguna mañana cualquiera al estornudar te quedes con un pedazo de cartílago en el pañuelo.
Pero no hay razón para que te traten como un criminal: meterse un pase de perico no deja ninguna víctima. El único que podría perder serías tú, nadie más.
No puede pasar que por cuidarle a los gringos su economía (el narcotráfico no es un tema de salud pública sino de fuga de capitales) llevemos más de 30 años matándonos entre nosotros mismos. Te pegan un tiro en aras de exterminar el flagelo de la droga, algo que es imposible de combatir simple y llanamente porque todo el tiempo estamos queriendo alterar nuestra conciencia. En su libro Intoxicación: La unidad universal para sustancias que alteran la mente el psicofarmacólogo estadounidense Ronald K. Siegel habla de lo que él denomina El cuarto impulso: “A diferencia de otros motivos adquiridos, la intoxicación actúa con la fuerza de un instinto primario por su capacidad de gobernar el comportamiento de las personas, las sociedades y las especies. Al igual que el sexo, el hambre y la sed, el cuarto impulso, la búsqueda de la intoxicación, no puede ser reprimido. Es bilógicamente inevitable”.
Sin embargo, en aras de las buenas costumbres y la religión, este derecho ha sido coartado a través de los tiempos. Los ministros espirituales dicen que la droga no es buena porque “altera la conciencia y te aleja de los caminos de Dios” mientras al capitalismo ramplón no le conviene tener un rebaño disperso: es más fácil que un joven se adapte a su entorno cuando permanece atontado recibiendo todos los mensajes de consumo que excreta a diario la televisión o Internet.
Así como hoy en día nos resultan ridículos los prejuicios que alguna vez se tuvieron contra los homosexuales, llegará el momento histórico en que la guerra contra las drogas en todas sus formas no será más que un recuerdo amargo. Tenemos derecho a alterar nuestra conciencia cómo y cuándo nos dé la gana. Usar drogas de una manera sistemática no te convierte en un drogadicto, así como tomar una cerveza no te transforma en un alcohólico o amarrar a tu pareja en la cama no te hace un sádico. La desinformación nos ha privado de uno de los placeres más primitivos y duraderos que ha tenido el hombre.
Tenemos que estar preparados para lo que se nos viene encima en cinco años: la despenalización absoluta de las drogas. Hay que ser sinceros, el consumo se va a disparar, todo el mundo va a ir a la farmacia con su recetica a pedir ganya, lo van a hacer no porque tengan muchos problemas o por la ausencia de Dios en sus corazones sino porque fumar marihuana es un placer absoluto. Los justicieros de la moral se rasgarán las vestiduras y las leyendas negras volverán a circular en las calles, el humo de la marihuana se colará por las rendijas de las iglesias y flotará como una nube amenazante sobre nuestras ciudades. Claro que habrá más drogos pero también menos delincuentes. Son las leyes atroces las que fabrican delincuentes, no las drogas.
Las drogas son solo el manjar de los dioses.
Fecha de publicación original: 9 octubre de 2014