El caso del médico que, en medio de un asalto mató a sus atacantes, ha levantado un intenso debate sobre la cuestión de los límites del derecho a la legítima defensa. En el derecho penal los límites parecen bastante claros, dada la descripción instrumental de las circunstancias que lo autorizan, pero en la realidad, tan compleja como es, no es una cuestión simple.
A pesar de haber seguido el caso con interés, la publicación a cuentagotas de los detalles me impide hacer una evaluación razonable. Pero si me parece que hay un debate importante que ha quedado abierto y al que hay que prestarle atención: dadas las alarmantes cifras de violencia e inseguridad, ¿debe el Estado liberalizar la tenencia y el porte de armas en Colombia?
Santiago Villa publicó hace unos días una columna en El Espectador en la que cuenta su propia experiencia con los atracadores. Cuenta Santiago que él tiene un carácter pacífico, y que se ha dejado robar con la tranquilidad de saber que prefiere perder dinero antes que quitarle la vida a otro. En las redes abundan las opiniones que aplauden, en cambio, lo sucedido y creen que el Estado debe retirar las restricciones al porte para permitirle a los ciudadanos defenderse.
Tengo que decir que no estoy de acuerdo con Santiago. El asume que todos los atracadores actúan bajo alguna lógica de elección racional, y que, por lo tanto, tampoco ellos tienen interés en asesinar. Se equivoca. Aunque no tengo cifras para soportar la afirmación que estoy a punto de hacer, mi experiencia con excombatientes y víctimas me ha convencido de que el conflicto armado ha dejado enormes secuelas en la salud mental de los colombianos, y que las tasas de trastornos de personalidad antisocial, trastornos de personalidad límite, y psicopatía son más elevados que en otros países. Es muy diciente que dos de los 5 psicópatas más prolíficos de la historia sean colombianos, sin mencionar a los sociópatas. Es decir, mi opinión es que el riesgo de violencia fortuita que enfrentamos en Colombia es mucho más alto que en cualquier otra parte, no solo porque la ineficacia del Estado es un incentivo para la delincuencia, sino porque además hay muchísimas personas con trastornos muy severos en el mundo del crimen.
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El conflicto armado ha dejado enormes secuelas en la salud mental de los colombianos, y las tasas de trastornos de personalidad antisocial, trastornos de personalidad límite, y psicopatía son más elevados que en otros países
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No con esto puedo afirmar que el médico optó por la única alternativa que tenía disponible para salvar su vida, eso es algo que deben decidir los jueces y los investigadores con todos los elementos del caso a su disposición, pero es probable que, de no haberse defendido, hubiera muerto él o hubiera quedado gravemente herido.
Sin embargo, este mismo argumento me sirve para concluir en el mismo sentido en que lo hacía Santiago: es precisamente la elevada tasa de enfermedad mental que se aprecia en Colombia, en todos los niveles de la sociedad, que el Estado debe restringir al máximo el porte de armas y munición en el país. Este es un país profundamente enfermo y herido, en el que abunda la violencia intrafamiliar. No necesitamos más armas circulando, que muy seguramente terminarían elevando exponencialmente las tasas del crimen antes que prevenirlo. Necesitamos más espacios de reconciliación y sanación, una policía y una justicia más efectivas, y cárceles que cumplan con el propósito de rehabilitación.