La confusión es común y siniestra. Los días de la inmediatez ordenan los pronunciamientos y las opiniones. Nadie debe callar: todos deben precipitarse al ruido. Ser se convirtió en una extension del aparecer (¿publicar?) y del participar del tema del día. Los individuos cautos o -simplemente- desprevenidos perecen en la horda vociferante. La trampa de la expresión persigue y atenta contra el derecho a contemplar. La discreción, la prudencia y la reflexión fueron lapidadas con cargos sumarios de complicidad. Como aquel acertijo que me entretuvo de niño: el silencio desapareció de tanto nombrarlo.
El enredo parece ser consecuencia de una interpretación malsana de la libertad de expresión. Aquel derecho que constituyó a la civilización actual y que ahora la deja en ascuas. La incomprensión parte de amordazar el derecho para -irónicamente- despojarlo de su atributo a quedar suspendido en el pensamiento. No todo, por supuesto, debe ser manifiesto. No debe serlo. Siendo así, se atenta contra una dimensión fundamental: la observación que precede a la formación de la expresión. Si todo debe decirse de inmediato corre el riesgo de nacer inmaduro o estéril.
La cuestión cobra mayor gravedad cuando se aproxima a la creación artística (o al mismo proceso que desemboca en la creación). En primer lugar se carga a todos y cada uno de los artistas del mundo (como si no fuera suficiente la agitación e incomodidad de serlo) con el deber irrestricto de tener una opinión formada ante cualquier coyuntura y, sobre todo, de expresarla ante el público vigilante y sediento. En todo momento y en todo lugar el artista -sea cual sea su área de sensibilidad y apetito- debe expresar, expresar y expresar. No obstante, como lo he dicho, expresar también incluye la difícil habilidad de callar y de tomarse el tiempo (la labor imposible de nuestros días) de crear la membrana porosa del pensamiento.
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Expresar también incluye la difícil habilidad de callar y de tomarse el tiempo (la labor imposible de nuestros días) de crear la membrana porosa del pensamiento
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El daño raya con los límites de la censura. La cual se cree solo obedece a un proceder originado en un poder institucional: un gobierno, un poderoso, un tirano. No obstante, es probable que también se esté censurando al artista al obligarlo a opinar. Y lo que es aún más arbitrario, obligarlo a opinar en un sentido que complazca a la mayoría. En efecto, no solo se trata de precipitar un par de palabras, una canción o un lienzo, sino también de coincidir (ese verbo tan ajeno al artista) con una opinión afiliada y dócil que satisfaga al tribunal supremo de las redes sociales. Nada florece en el arte cuando se le somete a cualquier tipo de unanimidad. Sea cual sea su fuente.
Con frecuencia se traen a colación frases manidas -y obvias- que ponen de presente los riesgos que conlleva guardar silencio en situaciones atroces. Como si el silencio fuera una situación definitiva y fatal. Todo lo contrario, el silencio puede ser el punto de origen de una expresión que se toma el tiempo de germinar, incluso para atacar y denunciar la atrocidad. No existe ninguna complicidad (o responsabilidad atribuible) para aquel que se guarda sus pensamientos para que asuman cierta gravedad y arraigo. Decía Julián Marías en unos de sus textos, que no todos los tiempos del hombre son tiempos de filosofía suficiente y auténtica. Imposible contradecirlo y no pensar que tampoco todos los minutos del día son un calendario marcial de expresión para el artista y mucho menos para el ciudadano.
Es probable que si las sociedades actuales observaran más -y gritarán menos- los reclamos fundamentales pudieran tener más chances de ser oídos y contemplados. Todo ruido aplana y confunde. Por lo pronto llama mi atención la cercanía entre precipicio y precipitar. Lanzar la conciencia al vacío.