Del folclor cartagenero de principios del siglo XIX nos quedó una copla que parecía escrita por un chapetón asustado o por un toledista con pesadillas en plena sesión del Cabildo: /De parte de Dios te pido, /fantasma, dime quién eres:/si eres el Tuerto Muñoz/o alguno de los Piñeres.
Fue que después de ser deportado hacia La Habana el gobernador Montes, quien no se avino a gobernar en asocio de don Antonio de Narváez y de don Tomás de Andrés Torres en la Junta de la Provincia, sobrevino la guerra entre cartageneros y momposinos y, con ella, la indignación de los hermanos Piñeres y las sañas de García de Toledo. Asistió Cartagena a un espectáculo que sigue siendo un mal endémico de su vida distrital: la rapiña entre partidos y grupos. Surgieron el partido piñerista y el partido toledista, y uno y otro, entre madrugones y encerronas, se peleaban la primacía en la junta y el reparto de los destinos públicos. Y de zafacoca en zafacoca se les ocurrió a los Piñeres el cabezazo de declarar la independencia absoluta.
Los Piñeres, el Tuerto Muñoz y Pedro Romero armaron el alboroto y organizaron la revolución. Germán Gutiérrez de Piñeres sorprendió a la junta con la proposición de independencia, y la mayoría de sus miembros, azorados ante tamaña audacia, intentaron sabotear el quorum, pues la ocurrencia, en concepto de aquellos conspicuos gobernantes, podía ser un arma de doble filo. Pero mientras discutían a gritos, el grueso del arrabal entró en la ciudad, se tomó la Sala de Armas e hizo de las suyas con la pólvora. El Tuerto Muñoz y el cura Omaña –un golcondista precoz– irrumpieron en el salón de sesiones con un pliego de cinco peticiones. Detrás se les fue la turbamulta y en medio de una tormenta humana a la que no fue ajeno el Regimiento Fijo, la junta aprobó el acta. Una lugareñada había volteado los presupuestos históricos, tal vez de modo prematuro, pero con fuerza suficiente para definir el futuro de la nacionalidad.
No pocas maravillas, unas por buenas y otras por extravagantes, sucedieron al Once de Noviembre: la botada de un obispo, la supresión del Santo Oficio, la erección de una horca pública y la dictadura de un muchachito de 24 años. Cómo sería de inestable el nuevo Estado soberano, que sus gobiernos no duraban más de noventa días y sus rentas se desvanecían en cada sacudida del orden público, a tal punto que se apeló, por primera vez, al controvertido papel moneda.
No pocas maravillas, sucedieron al Once de Noviembre:
la botada de un obispo, la supresión del Santo Oficio, la erección de una horca pública
y la dictadura de un muchachito de 24 años
Una contrarrevolución realista, una guerra contra Santa Marta, una derrota de Bolívar y el regreso de Fernando VII a España, les enseñarían a los cartageneros, regodeados con su insurrección, que el ideal de la libertad se obtendría con desgarramientos, crueldades y martirologios. Pero a su paso por Cartagena, e inspirado en ella, aquel derrotado genial lanzó un manifiesto saturado de optimismo y con la mira puesta en todo el continente. No bastaban los pedazos de libertad. Tenía que ser total. Y con doscientos cartageneros arrojados, dispuestos a lo que fuera, reinició su lucha ese soñador impenitente que forjó una patria latinoamericana que sus legatarios no hemos terminado de integrar.
En contra de lo que opinaron severos varones de Cartagena, sus autoridades resolvieron conmemorar con fiestas el Once de Noviembre en forma original, sin parecido con ningún otro carnaval. En realidad, si una fiesta, como dice Octavio Paz, pone al hombre a participar y comulgar con los valores que le dan sentido a su existencia religiosa y política, aparte de que lo libera de sí mismo y de la materia inflamable que lleva por dentro, nada más practico que recordar una hazaña con alegría, revistiéndola de belleza y colorido, dándole gusto a un pueblo que necesita recreación y desfogues anímicos, evitando los excesos que puedan envilecerlo y educándolo para el disfrute de la vida.
De ahí que el folclor cartagenero de hoy acuñara, dos siglos después, una parodia de la vieja y salerosa copla: /De parte de Dios decidme, / quién sois, figura fantasmal, / si un líder de campañillas/ o bolsillo de concejal/.