El viejo se fue acercando al pequeño corrillo que se armó después de la charla. A paso lento, con las manos en la espalda como si llevara algo escondido. No intervino en el cruce de frases. Se limitó a mirar con curiosidad a quien estuviera interviniendo. La escena parecía sacada de una película checa. Cada contertuliano después de hacer uso de la palabra, le echaba rápidamente una mirada al reloj de pulsera y hacía mutis. Sin más ni menos, la sala de conferencias iba quedando desocupada. Al cabo de un rato sólo estábamos allí el viejo y yo. Frente a frente.
―¿Así que además de refugiado, eres editor? ―abrió la boca por primera vez.
Asentí al tiempo que un fugaz pensamiento me aclaraba que vivir asilado no es una profesión sino una maldición. Luego por cortesía suya, fuimos a tomar tinto al cercano puesto de la Federación de Cafeteros de Colombia. Tinto gratis y sabroso, de degustación. Yo no tenía ni idea quién era el viejo. Daba por cierto que era uno más de esos curiosos que se acercaron al final de la charla, para platicar conmigo. Yo había sido invitado a la feria del libro de Bogotá, dedicada a la diáspora. Mi charla se trataba de los ambientes surrealistas de las sagas de Islandia. Por eso esperaba que el viejo hiciera acotaciones al tema o refiriera alguna nota extraviada de J. L. Borges sobre algún escalda vikingo. Pero no. En cambio me contó, como si fuéramos viejos amigos, que tenía una hija en Suecia. Y pronunció un nombre griego y de inmediato preguntó que si yo “que también vivía en esos rincones del mundo” la conocía. Dije que no. En ese preciso instante alguien llegó a saludarlo. Respondió el saludo aludiéndome:
―Te presento a mi editor en Suecia.
El recién llegado me miro como si lo estuvieran tomando del pelo, estiró la mano, dijo algo y continuó su rumbo a pasos largos. No le puse mayor atención al suceso. Terminamos de tomar el café y en lugar de despedirme, seguí caminando a la par de aquel ser de baja estatura, pecas en la calvicie, zapatos bien lustrados y americana de paño viejo, como él, pero bien conservado. De un momento a otro llegamos al puesto de ventas de los poetas nadaístas. Las estrechas paredes del lugar estaban llenas de afiches. Dominaban: un grueso tabaco en la boca sonriente del Che y la falda de Marylin Monroe jugando con el viento. ¡Ni un solo libro había allí! Sólo fotocopias de poemas escritos a máquina sobre una mesa de patas cortas. Una mujer joven que atendía el puesto al ver a mi acompañante le reclamó airada por haberse demorado tanto. Entendí que el viejo algo tenía que ver con la venta de las fotocopias pues de repente se pasó al otro lado de la mesa, dio una palmadita en la nalga a la joven al tiempo que me presentaba a ella como su editor.
―Mira, esta es mi última inspiración ―dijo el personaje y me alcanzó la fotocopia de un poema―. Vale menos que una gaseosa en la feria.
Oda al condón, leí en voz alta el título de la poesía.
Y para mi enorme sorpresa, lo firmaba Elmo Valencia. El sobresalto no se hizo esperar. ¿Acaso estaba yo, sin saberlo, compartiendo con el Monje del Nadaísmo? Alguien pasó a la carrera y me sacó de dudas al saludarlo:
―¿Eh, vos Elmo, cómo te va?
Entendí. El viejo no se había presentado pues daba por hecho que yo debía saber quien era él. En verdad, los poetas nadaístas no me eran ajenos pero nunca los había visto. Ni en persona ni en fotos. Tenía la impresión de que eran unos seres díscolos que como una maldición española, se cagaban en la hostia. Pero que eran cuerdos en sus composiciones, de eso había ninguna duda. En los años de exilio a menudo me acordaba de la leche revuelta con agua que vendían en las tiendas de la ciudad y que el cantautor nadaísta Pablus Gallinazo recreaba con atino en su canción Una flor para mascar.
―Maestro Elmo ―dije dando la impresión de que en verdad lo conocía, ¿tienes algún libro de poemas tuyos para la venta?
―No, papá, sólo fotocopias ―fue la respuesta.
Entonces, sin pensarlo dos veces, le propuse que publicáramos uno, ya que se jactaba de que yo era su editor en Suecia. El Monje mostró interés. De inmediato algo le dijo en voz baja a la joven que lo ayudaba y después de repetirle la palmadita en la nalga, me invitó de nuevo a tomar café, al mismo lugar. Allí acordamos que al día siguiente me entregaría veinte poemas para ser publicados. Era perentorio trabajar lo más rápido posible pues yo sólo estaría en Colombia diez días más. Por supuesto, días de zozobra ya que no se sabe a qué horas despierta el odio camuflado de verde oliva. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Salí de la feria del libro derecho a llamar a Suecia para que me dieran un número de registro de libro, un ISBN.
Al día siguiente crucé por el puesto de los nadaístas para recoger los poemas. Elmo no estaba, y la mujer joven no sabía dónde encontrarlo. ¿Acaso se había arrepentido porque los derechos de autor se los iba a pagar con sus propios libros? Decidí esperarlo. Todo fue en vano. Volví al otro día por la tarde. Por suerte, ahí estaba el poeta, firmando fotocopias. Al verme, salió del puesto, me tomó del brazo y a paso lento me fue llevando al lugar de los tintos de degustación.
―Acá están los poemas ―dijo y puso sobre la mesa un montón de diversos papeles.
La verdad es que yo esperaba que me entregara un disquete. Le eché una hojeada al manuscrito. Algunas hojas estaban recién mecanografiadas. Otras estaban escritas a mano en papel de cuaderno. Otras en el dorso de una factura. Y algunas fotocopias. Sonreí, como acostumbro a hacerlo cuando algo me incomoda. ¡Qué cosa, yo mismo tendría que pasar todo al computador! Resignado a la tarea, conté los poemas.
―Hace falta uno ―reclamé.
―¿Y el que te llevaste ayer, papá? Con ese son veinte.
En aras de ganar tiempo, me levanté de la mesa y me despedí.
―Ya sabes dónde encontrarme ―replicó El Monje.
Aún me duele haber dejado allí medio tinto servido. Sobre todo porque de nada me sirvió salir en volandas. Un aguacero acompañado de relámpagos me tuvo atrapado por más de hora y media bajo el alero de un edificio, no muy lejos de la feria del libro. Ya bien entrada la noche llegué a casa de mi hermana, donde me hospedo cuando voy a Colombia. Yo estaba tiritando de frío y con ganas de todo menos de ponerme a trabajar. Pero después de tomar agua de panela bien caliente, me puse a transcribir los poemas. Si algunos versos no hubieran estado tan ilegibles hubiera terminado antes que a lo lejos los gallos saludaran al amanecer. Al mediodía ya estaba diagramando la obra. Bien entrada la tarde le estaba entregando a Elmo un bosquejo de lo que sería el libro. Un “copia azul” como le dicen los editores suecos al libro preimpreso. Salieron cincuenta páginas. Lo ideal para un poemario. Y para un presupuesto limitado. El maestro palmoteó la “copia azul” como si fuera la nalga de la joven ayudante. Con sus dedos, también salpicados por las pecas de la edad, trató de medir el gramaje del papel. En ese instante me di cuenta que tenía los ojos como los de un actor de teatro chino. Pensé que era de la emoción. Pero no, pues exigió que el libro se hiciera con papel danés. Y se empecinó tanto en que así fuera, que estuvimos a punto de romper los acuerdos de la publicación. Por fortuna, entendió que el libro sería hecho en Bogotá, con papel de los bosques de La Calera. Quedamos en que al día siguiente cruzaría de nuevo por el puesto para recoger las posibles correcciones que le haría a la “copia azul”. Contento porque mi pequeña editorial publicaría a uno de los nadaístas más conocidos, me fui a dormir. Desperté a medianoche y después no pude volver a conciliar el sueño. Aparecí donde Elmo Valencia a eso del mediodía. Fuimos a almorzar y antes de que nos sirvieran el postre le pregunté que si había corregido el manuscrito.
―¡Por supuesto, papá!
Y de inmediato aclaró que había encontrado que uno de los poemas, el más extenso de todos, no era suyo. Dicha composición, escrita en una hoja de cuaderno, se la había regalado un estudiante de colegio que pasó por el puesto a comprar un afiche. Y ahora Elmo caía en cuenta que esa hoja de cuaderno se había ido refundida entre las otras del manuscrito. Por lo demás todo estaba bien.
―Bellezas de poemas, papá ―exclamó sin ocultar la vanidad.
―Entonces, ¿qué título le pondrás al poemario? ―pregunté.
Ya terminando el postre dijo que lo llamaría “Culo de botella”. No estuve de acuerdo. Me parecía un título indecente, vulgar. Y así fue como entramos en la segunda crisis de nuestro acuerdo. El Monje argumentaba dándome a entender que yo era un puritano, un ser corroído por la triple moral luterana de Escandinavia. Y nombró algunos libros con títulos aún más audaces. Changó, el gran putas. Recalcó que el rotulo de ese libro suena aún más atrevido en francés. ¿Y qué decir del drama sartriano La puta respetuosa?
Apenado por mi estupidez, por no saber apreciar el castellano castizo, di el brazo a torcer. Me apresuré a llegar a casa para entregarme al diseño de la carátula. Casi me da la medianoche escribiendo en la contraportada que Elmo Valencia en su poemario “Culo de Botella” hace un recorrido por diferentes lugares del mundo y la memoria. Empieza con un poema donde el encanto del amor es asaltado por la sombra que emerge de la sala quirúrgica de un hospital. Con su particular estilo el poeta le canta a la sensual relación entre hombres y mujeres. Asimismo recuerda los días en que el bardo Darío Lemus andaba en silla de ruedas.
Ya en la madrugada suprimí el poema equivocado, el que había escrito el estudiante de colegio. Y entonces la compaginación se alborotó. Quise mandar todo al diablo, sobretodo cuando me di cuenta que la eliminación de dicho poema dejaba demasiado flaco al libro, sin lomo donde escribir el nombre del libro y el autor. Así se lo hice saber al poeta, minutos más tarde cuando fui a llevarle una nueva “copia azul”. Sin embargo, se me ocurrió que eso se podría remediar con un prólogo. Elmo me pidió que le diera tres días de espera, que él se encargaba de convencer a Jotamario, su “compinche de poesías”, de que redactará la nota preliminar. Ya que la feria del libro se acababa al día siguiente, acordamos encontrarnos en el centro de Bogotá, en la cafetería que hay en la esquina de la 19 con 5, lugar que el maestro acostumbra a frecuentar. Aproveché ese respiro para alistar maleta. Compré algunas artesanías, incluida una bandera de Colombia; unos arequipes, unas libras de café de excelsa calidad y un par de alpargatas de fique que me habían encargado.
Llegué a la cita media hora antes de lo acordado. Quería ganar tiempo. Pero de nada me sirvió. El Monje apareció con dos horas de retrazo, tranquilo, recién afeitado, en vestido de paño y corbata. Se sentó a la mesa donde yo lo esperaba. Pidió a la cuenta un café con leche y un par de empanadas. Le pregunté si había conseguido el prólogo.
―¡Claro, papá!
Y sacó de uno de sus bolsillos un papel rústico, de esos en que se envuelve el pan, y me lo entregó. ¡Qué maravilla, había convencido a Jotamario! Mi júbilo se transformó en irritación una hora más tarde, sentado frente al computador, tratando de entender la caligrafía de médico con que estaba escrita la presentación. Invoqué al santo Job y a la santísima paciencia de los editores. Así fui descifrando el prólogo: “Al nadaísmo, movimiento fundado en 1958 por el escritor y profeta antioqueño Gonzalo Arango e integrado en su mayoría por jóvenes poetas, llegó como un bólido interestelar Elmo Valencia, conocido como el Monje, proveniente de los Estados Unidos donde había estudiado Física. Sus primeras piezas literarias publicadas en el semanario Esquirla y el periódico El Espectador provocaron las máximas manifestaciones de admiración en el ambiente intelectual afecto a la Vanguardia y en especial del profeta Arango quien escribió: ¿Qué maldito dios parió a tan endemoniado genio? ¿Cuántas patas tiene? ¿Camina como nosotros los humanos? Díganle que Gonzalo Arango y sus amigos le enviamos cuarenta pares de abrazos...”
Incluido el prólogo, el libro volvía a sus cincuenta páginas. Lleno de contentó imprimí de nuevo una “copia azul”, con el código de barras procesado. Me quedaba faltando un dibujo para ilustrar la carátula, pero eso era lo de menos. Ya se había hecho de noche cuando enganché las páginas, pero yo sabía donde encontrar al maestro Elmo a esa hora. Tomé un taxi y fui a su encuentro y le entregué el manuscrito para que le echara un último vistazo y me diera el visto bueno para mandar a impresión. Nos quedamos de ver al día siguiente en las horas de la tarde, en la cafetería de la 19 con 5. Y esa fue una cita de la cual me arrepiento con toda mi alma de haber cumplido. El Monje llegó a la hora acordada, arrastrando los pasos. Daba la impresión de que iba a caer desmayado. Traía el manuscrito en la mano, enrollado. El borde de sus ojos se había vuelto intenso.
―¿Qué te pasa, amigo Elmo? ―pregunté preocupado.
Ni media palabra dijo. Se sentó a la mesa y me entregó el manuscrito con desgano. Luego hundió el rostro entre las manos. Al cabo de unos minutos dijo, haciendo esfuerzos por reponerse, que iba a comprar el ataúd desde ahora, para dormir con él hasta que le llegara la muerte. Y agregó que no le había quedado tiempo de echarle un vistazo al manuscrito pero que fuera como fuera, había que quitar el primero de los poemas. La ingrata mujer que lo inspiró, “una sardina de pocas escamas”, la que lo ayudaba en la feria del libro, la que lloraba cuando veía un león muerto a la vuelta de la esquina, lo había abandonado. Sin más ni menos, había sacado la maleta a las cinco de la mañana.
De nada valió argumentarle que no debía suprimir ese poema que a mi parecer era el más bello del libro. Esa tarde pude constatar que los corazones rotos no entienden de razones. Y que si Elmo Valencia no lloraba es porque los poetas caleños no lloran en público. Al día siguiente regresé a Suecia sin haber alcanzado a mandar a imprimir el poemario.
Cinco años más tarde, me volví a encontrar con el maestro Elmo, en el Festival Internacional de Poesía de Medellín. Estaba rejuvenecido, ya no tenía bordes pronunciados en los ojos. A la poeta Miriam Montoya y a mí nos tuvo toda una noche en el bar del hotel donde se hospedaban los participantes del festival, escuchando un CD con una canción suya, en texto y voz: Una mosca en el café. Y cuando algún conocido se acercaba a saludarlo, respondía señalándome: Te presento a mi editor en Suecia.
Por: Victor Rojas
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Desde Suecia