Siempre me han gustado mucho los cuentos, especialmente aquellos que hacen alguna referencia a la realidad en la que vivimos, bien sean por los personajes de fábula, por las situaciones jocosas e inesperadas que estos atraviesan, o incluso por las situaciones utópicas a las que se ven abocados para lograr finales perfectos o casi perfectos y llenos de idilio, aún en medio de las situaciones conflictivas que siempre se resuelven como por arte de magia o por la magia misma del escritor y sus letras.
El cuento que esta vez me ha atrapado emerge de la vida real en un país fundado hace poco por un particular y divertido presidente, quien desde que asumió el cargo con infinita gracia y un desplaye de buenas ideas, pareciera con el ánimo de mejorar o desviar la atención de todas aquellos malos momentos por los que las personas oriundas de esta nueva nación llamada Polombia han tenido que pasar. Su objetivo parece ser que olviden el despojo, la muerte y la ilusoria idea de la paz.
Cuando comencé sus líneas, me sentí confrontado con sujetos de dos tipos; los primeros, quienes conciben cualquier iniciativa del presidente, como las mayores innovaciones, como los poseedores de verdades únicas, los legitimadores de todas las decisiones tomadas por el alto mando, aún muy al pesar de las afectaciones que otros sujetos tengan; pues para ellos existen maneras y formas de disminuir el descontento como la promoción de momentos de felicidad —o días de felicidad— los días sin impuesto al valor agregado (IVA), una medida acorde, perfecta y llena de buenas intenciones para contrarrestar las noticias falsas como el desempleo de más del 20%, el aumento de la pobreza, la quiebra de pequeñas y medianas empresas, la falta de garantías hacía los campesinos e incluso falacias tales como la pequeña refundida de 117 billones que se han destinado para la atención de la pandemia pasajera (porque las verdaderas pandemias estaban presentes y parece que seguirán estándolo).
Los segundos, y desde mi punto de vista, los protagonistas del cuento de fábula son las personas —hombres, mujeres y niños— a quienes en la emergente Polombia se les ha invisibilizado de manera sistemática y reiterativa, personajes de carne y hueso que desde la punta gallina, hasta el externo sur de la Amazonía o desde la selva chocoana hasta los matices del llano y los tupidos bosques del occidente del país presentan desagravios, olvido, así como un atentado directo —además de sus cuerpos— a su memoria, su cultura y su dignidad.
En este cuento, las situaciones presentadas parecen surreales, sus personajes, en especial los primeros, parecen ser los perores cómplices, mercenarios de la subyugación y subvaloración de los derechos a los que todos deberían tener acceso y garantía, pareciera un país fundado bajo los escombros de la guerra, con la ilusión de la paz; cuando de manera visible es más bien todo lo contrario, la refundación de los ideales de un nuevo país que desprestigia la paz y le dan todo el crédito a la guerra, no solo para combatir los “malos”, los “villanos” y los “anti héroes” sino también para combatir aquellos sujetos a quienes en el marco de un breve acuerdo de paz, creyeron en la posibilidad de tener nuevas vidas, más tranquilas.
Polombia y el cuento de su nacimiento se da en medio de estas increíbles y anecdóticas historias, donde con el paso de las décadas y los años los protagonistas han sufrido —aún lo siguen haciendo— en sus almas, sus cuerpos, en sus territorios, la cruenta disputa entre la vida y la muerte, entre salvaguardar la memoria y aceptar el olvido al que muchos se encuentran condenados por la negación de las peores vulneraciones ocurridas hacia los derechos humanos, irónicamente por la misma entidad que debería promover la memoria como dispositivo de no repetición y ser la voz de narrativas desgarradoras (Centro Nacional de Memoria Histórica) necesarias para virar hacía lo realmente importante.
Es interesante cómo este cuento se hace vivo día a día, describiendo las peculiaridades de sus personajes, y como estos toman partida por unos u otros sujetos. La misma Organización de las Naciones Unidas, a través de su informe 2020 de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos en Colombia, establecía una amplias preocupaciones en esta materia, interpretando los escenarios presentados tan solo en el año 2019, donde se dieron cerca de 36 masacres, ataques directos a líderes y lideresas sociales en regiones como Cauca, Antioquía, Arauca, Caquetá, entre otras; además de un recrudecimiento del conflicto orientado hacia las comunidades ancestrales por sus luchas en la defensa propia de sus territorios.
No en vano, en el cuento, justo para el mes de junio, las noticias invadían las pantallas matutinas en las casas de sus pobladores, muchas de ellas marcadas por narrativas de tristeza, transgresión y violencia; ni siquiera la pandemia mundial de un virus letal pudo aniquilar los deseos de dañar, de sobreponer la prepotencia y la avaricia de unos pocos sujetos que apoyan el desangre de la vida humana y natural a costa de imponer un orden propio.
Algunos apartes de las narrativas contaban acerca de mujeres, niñas abusadas, ultrajadas en su dignidad, en su corporeidad, en lo más entrañable de su ser como consecuencia en la infamia de la guerra, donde a quienes se consideran los “héroes legítimos” actúan sin pretensiones de justicia, y muchos incluso, a la merced de las mismas concepciones de sus contrarios, lo que refleja la comprensión y el amparo de acciones contundentes que violentan a otros y otras sin importar nada más que la satisfacción propia, la saciedad de la carnalidad y posiblemente el éxtasis en un ínfimo y aletargado momento de poder absoluto sobre otra vida humana.
Entre cabos sueltos e ilaciones del escritor, pude comprender aquel apartado en donde la muerte de niños-niñas bombardeados en un alejado campamento —al interior de una región de ultratumba en la gran Polombia que la gran mayoría ignora— fue fácilmente superada al señalar a sus protagonistas como parte de los adversarios, dando una digna justificación por parte del menester y aseñorado ministro de Defensa, que en su momento también fue súbitamente respaldado por el propio presidente.
En medio de la lectura, el cuento me parecía entristecedor, francamente parecía mi espíritu quebrantarse ante los crueles argumentos de un escritor sombrío y sin tapujos, al que quizá los mismos noticieros contrataban para poner un tinte de amarillismo o morbo periodístico a sus reportajes. Era inadmisible como un cuento salido de los cabellos, pretendía justificar el daño y las incertidumbres de los sujetos a su merced, a la merced de quienes juegan a redondear la paz en cifras, aproximándola al mayor déficit fiscal de la nueva patria.
Con el paso de sus líneas, de su prosa, de sus marcadas realidades, el cuento se convertía en parte encarnada de mi vida cotidiana, no podía traspasar la barrera del dolor, me acongojaba el ver la mirada de todos sus protagonistas en la calles taciturnas y lúgubres, propias del invierno. Esas miradas, que ahora son más profundas y dicientes, pues el uso del tapabocas se ha convertido en una de las prendas más importantes de la moda (lo que resalta las miradas), además en Polombia perfectamente promocionada por el gobierno y el consejo de ministros, quienes desde las normas expedidas por una tal “emergencia económica y de salud pública” han puesto en el mercado tapabocas con o sin filtro, con diseños adaptados a la perfección para las zonas urbanas y en especial para las rurales como el caso del Amazonas y el Chocó.
Debo confesar que no pude llegar al final, pues a pesar del apasionamiento por su lírica, su fluidez y su impresión de la realidad sobre el papel, comprendí que era el primer cuento que quizá no tendría un final acabado, un final feliz, ideal… pues inclusive para un escritor tan descarnado sería imposible borrar de la memoria, de la historia y de las marcas en los cuerpos de los protagonistas, las agonías propias de su sometimiento, el olvido colectivo de quienes prefieren asignar a sus preocupaciones la responsabilidad de terceros. Quizá la magia se tergiversa y se vuelve insuficiente, para que incluso en historias fantasiosas y narrativas de ficción, después de tanto dolor y sufrimiento, sea la última apelación a la que haya lugar en un buen escritor, a excepción de un buen presidente que dignifique (o edifique) la nueva nación de Polombia —por eso es importante la P en mayúscula—.
Finalmente, para los lectores que hoy acompañan esta columna, pretendía ser una crítica al magno retroceso en materia de derechos humanos en nuestro país, pero en los días de escritura me topé con este cuento, el cual no podía dejar pasar por alto, pues al final de cuentas son esos niños, niñas, mujeres y hombres, asesinados, masacrados y olvidados, por quienes hay un compromiso ineludible y perpetúo de plasmar realidades entre letras para asumir la responsabilidad individual y colectiva de la que muchos somos cómplices silenciosos, ahora con la complicidad decorada por N95 o diseños personalizados.