En los últimos días, las empanadas han sido motivo de los principales titulares y tema de conversación de los colombianos. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con los ingredientes para prepararlas, ni con las tradiciones gastronómicas, sino con un hecho que parece salido de un guión de una comedia.
La multa a un joven que compró una empanada en una calle de Bogotá, en medio de la confusión provocada por un operativo para recuperar el espacio publico, generó polémica. Al final, tuvo que pagar una multa por 800.000 pesos, es decir, el valor del salario mínimo, que en Colombia no alcanza ni siquiera para un almuerzo decente.
Desde ese momento toda la burocracia policial pareció enfilarse a erradicar las ventas callejeras de empanadas. En una ciudad asediada por la inseguridad, donde los atracos y otras modalidades delincuenciales son el martirio de la ciudadanía, que toda la policía despliegue operativos para decomisar y multar a vendedores callejeros y consumidores del típico tentempié criollo parece una escena salida de una película de los hermanos Marx.
"¿Es en serio, no me están mamando gallo?", es la pregunta que asalta a quién escucha el disparate.
Ante la fiebre surrealista por convertir en crimen comerse una empanada en un puesto callejero, la pregunta asalta al viandante casi inconscientemente: "¿Y donde diablos está un policía cuando las bandas de atracadores y fleteros hacen de las suyas? Yo no veo nunca un policía por aquí".
Lo más probable es que se estén comiendo una empanada, tranquila y apaciblemente mientras una voz desganada dice por el radioteléfono que se necesita una patrulla por un posible robo.
"¿A cómo la empanada?", pregunta un transeúnte.
"Caballero, está prohibido comprar en puestos ambulantes", advierte el policial, con las comisuras de los labios brillantes de grasa.
"Pero usted se está comiendo una", dice el peatón.
"Queda multado por irrespeto a la autoridad" le dice el policía, exhibiendo plenamente toda la arbitrariedad de su poder burocrático, otorgado por un código absurdo y contradictorio, que parece más un mal chiste del día de los inocentes, que una norma cívica.
Parece un chiste, una de esas bromas con cámara escondida tan populares en los programas de los años noventa en la televisión. Pero, no. No lo es. En Colombia la ley es un esperpento, una vulgaridad, una grosería salida de los labios de un borracho disfrazado de drag queen.