Lo que ocurrió en redes sociales con Felipe Pasos y el matoneo con Alejandro Gaviria, atacado sin cuartel por la derecha y la izquierda, y el afán de aniquilar a los que piensan diferente, nos obliga a reflexionar sobre otras epidemias que enfrentamos y que se reproducen a escala cada vez mayores.
No solo hay pandemia por covid, que tarde que temprano superaremos. Estamos perdiendo la batalla en dos frentes, también infecciosos: por un lado, sumergiéndonos en una epidemia de odio, de emociones asociadas a la destrucción del otro a través de las redes sociales; por otro, nuestra atención, cada vez más escasa, está siendo, literalmente, robada a través de nuestro celular por todo tipo de aplicaciones pensadas para ello. Lo sabemos y lo permitimos.
Sobra decir que la revolución de las tecnologías digitales ha cambiado nuestra forma de vivir, para bien. Los beneficios en la educación y las maneras de aprender, en la salud, los relacionados con la eliminación de intermediarios entre el consumidor y los proveedores de bienes y servicios, los de la gobernanza pública, solo para hablar de algunos, son más que evidentes. La libertad que individuos y comunidades tienen hoy de crear opinión, de labrarse espacios inimaginables en la época del dominio de unos pocos medios impresos, de comunicarnos dónde, cuándo y cómo queramos, están a la orden del día. Los medios tradicionales han perdido espacio y, con cuantiosas inversiones, no consiguen competir con el tráfico de las redes sociales pese a que apelan, en algunos casos conocidos, a las formas mas burdas de amarillismo.
Por las inmensas ventajas que la revolución digital trae consigo, es obvio que la conectividad a internet y la alfabetización digital son mínimos obligatorios en nuestra sociedad (no es por otra razón que el escándalo de los centros digitales es de extrema gravedad en un país en el que menos del 5% de los hogares campesinos cuenta con acceso a la red).
No obstante, por la forma en que nos relacionamos unos a otros mediante las tecnologías de la información, particularmente a traves del celular, estamos perdiendo, a pasos de gigante, la cordura y la independencia de juicio, la compasión y el respeto hacia los demás. No hay líder político que no haya sido agente de la infección de fake news reproduciéndolas, reenviando fotos retocadas para hacerle daño a alguien (enemigos hay de sobra), patrocinándolas. La peor epidemia es la del odio. La bronca de la derecha contra la izquierda, la de la izquierda contra la derecha y la de una y otra contra el centro, manifestada en febriles cadenas de trinos y mensajes en Facebook, YouTube, Instagram, Whatsap, con el único fin de destrozar al otro, son el pan de cada hora, de cada minuto. Lo que se pretende, por ejemplo, con Alejandro Gaviria, desde los dos lados, es infame, aunque no es la única víctima.
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Es claro que la propagación del odio es un fenómeno de talla mundial y que los espacios democráticos, los del respeto, se asfixian
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Es claro que la propagación del odio es un fenómeno de talla mundial y que los espacios democráticos, los del respeto, se asfixian. El éxito de Trump con sus bases y el de la intervención de los hackers rusos en la política gringa, en su momento, se basaron en la perversa inteligencia de concentrarse en mensajes que tocaban los aspectos más sensibles para públicos proclives al racismo y la xenofobia. Acá, como decía el gerente del plebiscito, celebrando el éxito, “había que emberracar a la gente” para el No.
El bullying es pan de cada día y tiene, a veces, fatales consecuencias. Un joven, Felipe Pasos, se suicidó hace algo más de dos semanas. De él supimos por las redes sociales, de su amistad con el hijo del actor Bruno Díaz, Diego, fallecido en abril pasado. Difícil saber qué llevó a Felipe a tomar la trágica decisión. Lo que sí fue evidente fue el matoneo intenso en redes sociales en contra de Felipe alrededor del caso Diego Díaz y el senador Bolívar. Un caso más de amedrentamiento entre muchos que se presentan en los más variados ámbitos de la sociedad y por los más diversos motivos: la universidad y el colegio, el lugar de trabajo, la zona donde se vive.
En cuanto a nuestra atención, cada vez estamos más cercados por las ene aplicaciones que, a pasos de gigante, nos la roban. Las de orden comercial, a partir de algoritmos que preven que es lo que cada uno de nosotros necesitamos en un momento determinado y en el preciso lugar, un bien o un servicio. A partir de las innumerables trazas que dejamos a diario por la vía de nuestras consultas en Google, las compras que realizamos, las preferencias que manifestamos y dejamos entrever, los movimientos que realizamos, el uso que damos al móvil le confiere el papel de convertirlo en ventana hacia nuestro cerebro para que perdamos el dominio de nuestra atención. Ello nos convierte en esclavos del aparato, en individuos fácilmente manipulables.
Harari, el hombre de Homo Sapiens y 21 Lecciones para el siglo XXI dice que deberíamos intentar no usar el celular unas horas al día y, ojalá, un par de días a la semana, como parte de una terapia para recuperarnos de la adicción.