El avance del COVID-19 en la ciudad muestra un panorama preocupante. En los primeros días de junio Bogotá se consolidó como el epicentro de la pandemia con 33% de los casos confirmados en el país, 26% de muertes y la ocupación en las UCI se acerca peligrosamente al 50%. El deterioro en las condiciones de vida es evidente: la tasa de desempleo, que ya mostraba cifras preocupantes en los dos años anteriores, con valores cercanos al 10%, apenas por debajo del promedio nacional, subió al 14,5% en abril de 2020 y la pobreza aumentó en 35% durante los meses de cuarentena.
Además, la presión sobre las finanzas de la capital es significativa. Si bien antes de la pandemia se registraba un colchón financiero: el Producto Interno Bruto (PIB) aumentó en 3,5% durante 2019, la caja presupuestal tenía cerca de COP$1,4 billones a favor, la calificación de riesgo financiero era estable y se alcanzó un crecimiento del 12% en los ingresos corrientes, se avizora que esta emergencia amenaza con sumergir a Bogotá en la peor crisis de su historia reciente.
En el mejor escenario, la economía presentará una caída del 3,5%, y en el peor puede llegar a una tasa negativa de 8,7%. Se perderá también lo ganado con la cultura tributaria, se disminuirá el recaudo en impuestos de COP$ 2 billones a COP$4 billones. A ello se suma el hueco fiscal que al mes de mayo sumaba cerca de COP$ 2,5 billones por cuenta de la baja en los ingresos de Transmilenio, el Sistema Integrado de Transporte Público (SITP) y las empresas públicas. Según la Secretaría de Hacienda la pandemia le costará a Bogotá entre COP$ 10 billones, si la situación de contagios y muertes no aumenta significativamente, y COP$ 25 billones si se sale de control.
Es evidente que en tiempos de crisis la recuperación no viene del mercado; se requiere disminuir la pérdida de empleos, aumentar la cobertura de renta en el hogar y generar un plan de choque en cabeza del Estado. Al respecto, el Plan de Desarrollo plantea una inversión de COP$109 billones para los próximos cuatro años, el mayor monto registrado en la ciudad, distribuidos en COP$52,7 billones para incentivar la respuesta económica a la crisis y COP$9,4 billones dirigidos a la cobertura social con la implementación de un ingreso mínimo para medio millón de hogares. A ello se suma COP$34,9 billones para las obras de infraestructura como principal motor de empleo y COP$ 7,5 billones destinados a los asuntos de cultura y participación ciudadana, seguridad, paz y los acuerdos con la región metropolitana. A finales de mayo se colocaron COP$ 600 mil millones en bonos de inversión para acumular una reserva de COP$ 775 mil millones de utilidad, en un contexto de incertidumbre.
Pese a esta buena noticia, existen algunas alarmas. La veeduría Distrital señala que en la capital se pierden anualmente cerca de COP$ 6 billones por corrupción, dinero que serviría para cubrir las demandas sociales del COVID-19. Urgen medidas de transparencia, información pública, fortalecimiento del control fiscal ciudadano y puesta en marcha de políticas efectivas de control interno en las entidades distritales. Cada peso se debe cuidar e invertir con criterios de eficiencia, equidad y equilibrando la atención de lo urgente y lo importante.
Debemos aprender de los errores pasados debido a confrontaciones políticas o vanidades. Las consecuencias se expresan en barreras para el crecimiento económico, la confianza ciudadana en el gobierno y la inversión adecuada de los recursos públicos. No sobra recordar que Peñalosa decidió botar a la basura mil cuatrocientos millones de los estudios del Metro de Bogotá realizados en la anterior administración y destinar mil novecientos millones más para el proyecto elevado. De igual forma, los millones gastados en consultorías y propuestas de ordenamiento territorial que terminaron en el limbo por demandas y decisiones equivocadas.
Por otro lado, es importante entender que los COP$ 9 billones para la inversión del ingreso mínimo contribuyen a mejorar las condiciones sociales de los hogares en el corto plazo; sin embargo, esta decisión se debe acompañar de medidas integrales de empleo digno, distribución progresiva de la renta, mecanismos de apoyo a las pequeñas y medianas empresas y oportunidades de desarrollo para la población menos favorecida; de lo contrario, puede convertirse en un mecanismo perverso que fomenta la dependencia social.
Otro asunto tiene que ver con la inversión en infraestructura y movilidad. El Distrito tiene la meta de generar cerca de 500 mil empleos en cuatro años, pero su implementación depende también del apalancamiento financiero del gobierno nacional que antes de la pandemia había comprometido algo más de COP$ 45 billones para la primera línea del metro, la extensión de Transmilenio, el Regiotram de Occidente, entre otros. Ahora con una economía en recesión, aumento de la deuda externa del Estado y otras prioridades de gasto, seguramente se priorizarán nuevos mecanismos, esquemas y estrategias de cofinanciación y de financiamiento.
Por último, una deuda del contrato social y ambiental es la descentralización administrativa y fiscal. El Plan de Inversiones para 2020-2024 sólo destina COP$4,3 billones para la inversión directa de las localidades. Esta cifra apenas representa el 3,7% de los COP$ 109 billones contemplados en la estructura del gasto público, reflejando desequilibro entre el nivel distrital y local, y el desconocimiento de la capacidad de lo local para aportar soluciones a la crisis que vive la ciudad. Esta visión también implica dejar de lado la necesidad de incorporar las agendas, las plataformas y las estrategias de acción colectiva establecidas en los barrios.
La pandemia exige creatividad y pone a prueba la capacidad gubernamental para consolidar un pacto por una ciudad resiliente, con capacidad de generar oportunidades en medio de la incertidumbre, apalancada en estrategias colaborativas con todos los actores y sectores y, en especial, con una apuesta que contemple nuevas formas de generar solidaridades, de habitar la capital y de pensar la productividad como un esquema de acción que permita mejorar la economía, pero con un sentido social. De ello dependerá finalmente, la magnitud del impacto fiscal ocasionado por el COVID-19 y la estabilidad financiera que requiere Bogotá en los próximos años.