Para quien vive alrededor de una obsesión, la lógica no existe. Es lo que sucede hoy con la posición asumida por el uribismo respecto a la propuesta de diálogos de paz adelantada por el presidente Santos.
El haber iniciado y sobre todo el mantener las conversaciones 'en medio del conflicto' puede ser conveniente o lo contrario; pero en todo caso trae unas derivaciones inevitables. La primera, que las acciones de guerra continúan. Es inconsecuente reafirmar que la decisión de no hacer depender lo que se habla en La Habana de lo que pasa en Colombia es parte de las reglas acordadas para las negociaciones, pero al mismo tiempo pretender que las Farc renuncien a su actividad de ataques contra la infraestructura y las fuerzas del Estado.
En cualquier proceso que busca la paz entre partes en conflicto los avances son por etapas y poco a poco, y nunca se da el resultado sin que pase por ciertos tiempos y ciertos trámites. Es lo que se había logrado adelantar cuando la guerrilla declaró una tregua unilateral, bajo la propuesta no solo implícita sino explícita de 'desescalar' la guerra.
La disminución de las acciones guerrilleras y sobre todo de nuevas víctimas de la confrontación era un resultado más que esperanzador en relación al camino que se recorría.
La primera lógica habría sido la de formalizar esa tregua bilateral tácita que ya se estaba implementando. Al fin y al cabo ése es el objetivo deseado y, si se puede alcanzar antes de la firma final de los acuerdos, tanto mejor.
Ni la oposición a esa tregua bilateral ni la insistencia en la posibilidad de retirarse de la mesa de La Habana tienen asidero en una expectativa de algo racional o defendible: a nadie perjudica un cese de hostilidades así sea solo transitorio; y a nadie beneficia el levantarse de la mesa de diálogos, como lo pretende el uribismo. Sin embargo se supone que esa ha llegado a ser la situación que confronta hoy el gobierno, o sea el triunfo de quienes en esas están.
Pero no solo no tiene sentido el tomar esas dos posiciones simultáneamente, sino sobre todo es contradictorio si se reconoce el principio de 'dialogar sin cese de hostilidades'
O se busca conversar bajo una desescalada que lleve a una tregua bilateral, o se defiende la tesis de que la guerra debe seguir con las consecuencias que eso produce. O se sigue la línea de estar en la mesa independientemente de lo que pase en Colombia o se condicionan las conversaciones al comportamiento de la insurgencia en el enfrentamiento sobre el terreno. Lo que no tiene sentido es pretender que se puede cuestionar ambas sin optar ninguna.
Pero lo que ha logrado el uribismo —y los opositores del proceso de paz— no es solo que no haya tregua bilateral: es que insisten además en que se plantee la eventualidad de levantarse de la mesa, como si el principio mismo de que no hay ninguna desescalada de la guerra mientras no se llegue a los acuerdos no implicara que de parte de las fuerzas oficiales se están desarrollando las mismas acciones que se desarrollarían en caso de suspender las conversaciones.
La polarización forzada por el Dr. Uribe y sus seguidores ha llevado convertir sus planteamientos en que no seguirlos es ceder a la guerrilla: o se está con ellos o se está con las Farc. Lo que han logrado es desaparecer la posibilidad de estar a favor de la paz sin que eso implique apoyar a alguna de las dos alternativas.
Y lo grave es que el Gobierno ha caído en esa disyuntiva: no sabe si mantener el rumbo que se fijó inicialmente, si aprovechar los avances logrados para consolidar una nueva situación más favorable para quienes sí son afectados por los enfrentamientos, o si seguir dándole gusto a quienes en su obsesión por oponerse al gobierno y al presidente Santos no les importa ni el costo ni la falta de lógica de sus actitudes.
El costo de tener en cuenta lo que obsesiona a Uribe no solo es encaminarse a otra etapa de guerra o por lo menos a volver obstáculo cualquier paso que se adelante hacia la paz, sino caer en una especie de confusión mental en la que cualquier camino de solución se ve como indeseable, y cualquier acto que muestre oposición a la paz, así sea meramente simbólico o inocuo, se convierta en bandera contra el proceso.