En un acto indagatorio de carácter investigativo intenté hablar ayer con un niño de 8 años sobre la pandemia y el coronavirus, quizá movido por la idea adultocéntrica de enseñar a los más jóvenes; pero cuánta no fue mi sorpresa mientras recibí de ese pequeño —al que por protección de su identidad llamaré “el que sana”— respuestas certeras y muy interesantes que me atrevo a compartir con su consentimiento. Aclaro que decido llamar a mi informante de esa forma por cuanto ese es el significado de su nombre.
Con una actitud longánima de esas que lo dejan a uno perplejo y que enseñan más que cualquier discurso, el niño respondió lo siguiente a la primera pregunta (¿qué es el coronavirus?): "Ese virus es como una bola con cachitos que se parece a la máscara de wolfpredator, es algo así como un espíritu que puede traspasar cosas, por ejemplo, el cuerpo y la piel; es un virus que ve a una persona y dice: ¿será que lo contagio o no? Entonces a algunos se les mete por la nariz cuando respiran, a otros por la boca y por los ojos… no sé si también por los oídos, y después que entra se va hasta los pulmones y los enferma; también puede afectar el corazón hasta que las personas ya no pueden resistir y se mueren". Luego pregunté: "¿Qué significa que se mueren?". Y él contestó: "Es quedarse dormido durante mucho tiempo".
Me animé de inmediato a preguntarle: "¿Hay algo bueno en todo este tiempo de encierro por coronavirus?". Él dijo: "Sí, he podido compartir mucho más con mi familia, es mucho mejor estar con todos los de la casa que ir al colegio excepto por los descansos que son lo mejor de estudiar. He podido jugar más tiempo y también estoy haciendo mucho ejercicio".
"¿Y lo malo?", pregunté. El que sana respondió: "Lo malo es que el coronavirus enferma a los seres humanos, es una plaga como las ratas". A lo que añadí: "¿Qué es lo que extrañas de la vida antes de la pandemia?". Y él contestó: "Me hace falta ir a la iglesia, viajar a Bogotá, ir a la finca para nadar, también al Parque del Café. Extraño a los amigos del colegio, en especial a Jerónimo y a Iker".
Por último pregunté: "¿Cómo crees que podemos vencer al coronavirus?". Y su respuesta fue: "Hay que hacer lo que diga el alcalde. Tenemos que quedarnos en la casa, usar siempre el tapabocas y no salir mucho. Si yo fuera científico iría a las casas donde hay coronavirus, pero primero inventaría un polvo para matarlo. Si no funciona el polvo de pronto puedo inventar una pistola de gas que tenga químicos fuertes que no pueda resistir el virus para disparar en la casa de todos los que están enfermos. Pero también podría inventar una inyección que tenga un polvo que lo afecte…".
Me bastaron sus respuestas para darme cuenta de que no necesitaba enseñarle la cartilla de la Unicef sobre “cómo hablar sobre el coronavirus con los niños”. Gratamente sorprendido, lo primero que aprendí de esta experiencia es que es posible tener el ánimo integro en cuarentena. Aprendí que la máscara de un personaje ficticio como el wolfpredator metaforiza el peligro que estamos viviendo; aprendí que los niños son más inteligentes de lo que normalmente creemos y que pueden hablar de temas tan difíciles como la muerte. En verdad, el que sana me ayudó a valorar la vida sin necesidad de discursos por los que cobran los conferencistas. Su amor por la vida y su preocupación por los demás también me sanó a mí un poco.
