"La salud es la riqueza real y no piezas de oro y plata" (Mahatma Gandhi).
Desde hace muchos años en Colombia, el sistema de salud y seguridad social dista mucho de ser un esquema basado en la promoción y prevención y se acerca más a un modelo que privilegia la enfermedad y a pocas familias por encima de todo concepto de ley. En los años de vigencia de la Ley 100, la salud terminó por convertirse en un macro negocio económico, en donde la influencia del gobierno es desplazada por algunas empresas aseguradoras que son más bien intermediarias financieras de los viejos gamonales políticos de cada región.
En este contexto, es una imagen constante que las EPS no asuman el rol de asegurar y administrar el riesgo como les corresponde, siempre buscan escudarse en protocolos, tiempos de entrega y espera que son eternos. En fin, los procesos quizás absurdos colman la paciencia de un pueblo que exige que el artículo 49 de la constitución sea una realidad y no viejas fábulas para apaciguar la ira de los pobres y necesitados. Sin embargo, es un hecho paradójico, mientras más recursos se destinan por parte del Estado y la empresa privada al sector salud, han ido en aumento las quejas de los usuarios, la quiebra de los hospitales y la problemática de las EPS cuando millones de colombianos no tienen acceso a este derecho fundamental, unos pocos llenan sus cuentas de manera asombrosa. Las cifras relacionadas evidencian que algo muy grave está pasando y lo peor, es que ningún Ente de control asume la responsabilidad de solucionar los problemas de forma proactiva.
Es válido recordar que, a partir de 1991, el derecho a la salud quedó formalmente consagrado en la Constitución Política de Colombia, y le correspondió al Estado organizar, dirigir y reglamentar la prestación de los servicios de salud a todos los habitantes del territorio nacional. Adicionalmente, ya se había ratificado tratados de derechos humanos, en especial el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales, que en su artículo 14 el cual establece el derecho de todas las personas al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental.
No obstante, quedan en suspenso las verdaderas acciones y reflexiones sobre la pertinencia de esta ley. He tenido la oportunidad de desfilar por los hospitales y clínicas privadas exigiendo el respeto por la vida y tratando de validar los mínimos de salud para los usuarios. Duele saber que en los hospitales públicos la calidad deja mucho que desear de entidades del Estado; ni papel higiénico, ni jabón, suciedad, desorden, indiferencia, egolatría, maltrato, dictámenes errados y confusos. Es decir, baluartes en otrora dejados en manos de ineptos e irresponsables que solo pretenden inflar y distraer su verdadero fin. Pero la historia es diferente cuando el sector privado entra en escena, hablo en particular de la clínicas, profesionales con sentido, baños limpios y aseados, condiciones ideales en función de subsanar el dolor de una enfermedad o la tristeza de una partida.
El coronavirus dejó en evidencia que la Ley 100 de 1993 ha sido la peor decisión política de las últimas décadas, porque no ha beneficiado al pueblo sino a un pequeño grupo, que no es recomendable nombrar en función de minimizar su importancia a su maquiavélica injerencia en la toma de decisiones en las políticas públicas y en la construcción de leyes. Es ya es hora de emprender una verdadera reforma estructural que cambie un modelo de salud y seguridad social en el país, que ha demostrado ser un fracaso y que ha estado lejos de garantizar el cumplimiento para los colombianos del artículo 49 de la constitución nacional. Resulta claro entonces que el problema no es de recursos, pero sí de un muy mal manejo, derroche, corrupción e ineficiencia con que han manejado estas instituciones por parte de intermediarios que se han lucrado con la salud pública, a lo que se suma una falta de control.