Todo estudiante de Derecho del mundo puede confirmarlo. La parte más fascinante del estudio de las leyes son sus teorías. Invenciones centenarias que trataron de explicar esa relación artificial entre el hombre y su ficción favorita: el Estado. De todas ellas, mi preferida, por vistosa y providencial, es el contrato social. Un acuerdo imaginario que suscribimos con un poder superior para que -principalmente- nos proteja (la vida e integridad) y vele por nuestros intereses. La contraprestación de los súbditos (todos nosotros) incluye la limitación de ciertos derechos y la cesión de algunas libertades. Suena justo.
De esta manera, el hombre se obliga a observar las leyes y respetar la autoridad; abandonando para siempre un supuesto estado de “naturaleza”. Un escenario previo a la vida civilizada, que incluye el conflicto y la confrontación entre los hombres como regla general. El salvaje, aunque libre e independiente, era sumamente peligroso para los otros. El contrato social, como cualquier otro, servía -y sirve- para predecir la conducta de las personas. Una sociedad predecible, en términos del comportamiento de sus subordinados, es mucho mejor a una en la que todos hacen lo que les dicta su propia gana. Suena conveniente.
No obstante, lo más interesante de esta teoría es que funciona como una especie de pecado original o de concepción virginal. Me explico, se asume como cierto e innegable que todos suscribimos aquel contrato por el hecho de ser ciudadanos. Adherimos a sus términos sin tener la posibilidad de modificarlos o siquiera conocerlos. Es lo mejor para todos.
Lo inquietante surge cuando una de las partes deja de cumplir. Por ejemplo, cuando el Estado, abandona su posición de garante y cuidador y en cambio ataca a sus subordinados, sin que medie justificación alguna. Para este caso, el contrato quedaría roto y se suplantaría por una imposición unilateral: una tiranía desbordada, en donde el súbdito es maltratado y omitido. Un llamado a la revolución popular. La historia está llena de evidencias.
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Tal pacto incluiría la permanencia de la guerra, la discriminación y aislamiento de la población y una cláusula definitiva: el pacto del atraso
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Sin embargo, y más grave aún, sería que dicho contrato social fuera reemplazado por otro: uno que incluye a un estado corrupto y abusivo de una parte y a un par de subordinados que han subrogado el interés general a sus intereses personales en otra. El egoísmo de unos pocos que pisotea la solidaridad requerida por todos. Un contrato antisocial. Tal pacto incluiría, entre otros, la permanencia de la guerra, la discriminación y aislamiento de la población y una cláusula definitiva: el pacto del atraso. Por supuesto, estas condiciones anómalas funcionarían -y funcionan- de forma armonizada. Una sinfonía de olvido, maltrato y exclusión.
El pacto del atraso ha sido el común denominador de la historia colombiana. Basta recorrer las geografías más recónditas del país, ver su exuberancia y potencial, y reconocer que la única presencia del Estado ha sido mediada por acuerdos de corrupción. En Colombia el horror, la miseria y el absurdo han sido pactados por algunos pocos. Es impensable que contando con tantos recursos naturales y humanos (que han sido explotados de las formas mas ineficientes y arbitrarias) sigamos enterrados en una realidad tan dolorosa y salvaje. El contrato ha sido reemplazado por otro malicioso y descarado. Décadas de subdesarrollo y marginación lo prueban.
La desilusión más grande que sufre todo estudiante de Derecho, una vez empieza a salir de las aulas y a sensibilizarse con su entorno, es ver languidecer las teorías que se enseñan en clase; ante un repertorio de contextos y personajes siniestros, de todo nivel y calaña, que se han atribuido el poder civil, el poder de los hombres, y lo han transformado en su empresa delictiva personal. Un proyecto de vida y sociedad que se engrana con un acuerdo que parte -y se basa- en la destrucción del otro. El salvaje triunfa ante un Estado que no se cansa de recompensarlo.
@CamiloFidel