Hace menos de un año al salir a las calles de cualquier ciudad y pueblo de Colombia uno podía ver la esperanza en las personas del común. Aunque otras no estaban a favor con los acuerdos de La Habana, ya sea por vanidad, ignorancia o limitados juicios, otros tanto —incluyéndome— estábamos felices porque sesenta años de conflicto interno armado entre agentes legales e ilegales habían finalizado y en consecuencia podíamos ver un horizonte en el cual ya no teníamos miedo.
No obstante, eso fue ayer. Hoy por hoy se siente, se percibe y se vive un miedo generalizado frente al eterno retorno, como lo llamaría Nietzsche. Precisamente, solo basta salir a la calle para ver la cantidad de miseria que exhiben los territorios colombianos y cómo las posibilidades de la paz cada vez entran a un saco roto de desilusiones. Lo anterior, especialmente, tras ver que renació una nueva guerrilla, entre otras cosas, porque el gobierno del presente les ha incumplido en muchos puntos y ellos consideran que como grupo delincuencial (al igual que los paramilitares) les sale más rentable el negocio de las drogas ilícitas que la construcción de un país. También basta ver los medios de comunicación para confirmar que en cualquier lugar te roban, que el dólar está más caro y en consecuencia el poder adquisitivo va en declive, y que un señor que se hace llamar presidente nombra a amigos en cargos ficticios o declara guerra a otros pueblos (como el de Venezuela, cuando en ambos países estamos comiendo boñiga). Eso desmotiva a cualquiera con conciencia social.
Por otro lado, decepciona ver la corrupción galopante, los robos que hacen los de cuello blanco (que a nuestro juicio son peores, pues ellos roban vidas mientras que el ladrón de a pie solo roba en promedio objetos), la cantidad de venezolanos tirados en las calles con sus hijos (que crecen cada día pidiendo dinero), la indiferencia generalizada como si no fuéramos igual de pobres que ellos, sin olvidar a los animales no humanos (mis hermanos y amigos) que son sacrificados por diversión (para los psicópatas que disfrutan la tauromaquia, las peleas de gallos o de perros) o para la agroindustria (que los desecha y los clasifica como objetos, no como seres vivos que sienten y piensan).
Para terminar, aunque nací aquí (por accidente), nunca me he sentido colombiano. Sin embargo, tuve un momento en el que traté de ver más allá y la oscuridad en la que nos encontramos declina mi fervor por el futuro. Pero después de tanta lloradera, es necesario cambiar, replantear lo que hacemos, proteger la paz como un bien común, contribuir a la reducción de nuestra huella ecológica (con la limitación de consumo de carne por lo menos y caminando más) y sobre todo ser profesionales completos que contribuyan a la transformación del país. Que no sea solo un médico sino alguien que potencialice la vida, que no sea solo un transmisor de información sino un profesor, que no solo se litigue sino que se contribuya con los derechos, que no solo produzca sino que se aumente la calidad de vida de las personas y sobre todo de nuestro entorno, al que estamos asesinando paulatinamente