Tan pronto Susana Muhamad, la nueva ministra de Ambiente, anunció que se cerrará la puerta al fracking en Colombia, el Consejo de Estado concluyó un proceso judicial de cinco años y diez meses diciendo lo contrario: que esta técnica sí se puede desarrollar en Colombia. Que no se demostró que existieran dudas razonables sobre riesgos graves e irreversibles sobre el ambiente y la salud pública. Que las pruebas del proceso no mostraron que fuera necesario aplicar el principio de precaución. Que los proyectos piloto que él mismo ordenó ya no tienen sentido.
Hasta ayer, este tribunal tenía suspendidas las normas que regulaban el fracking en Colombia, como una medida cautelar mientras tomaba una decisión definitiva. En el entretanto, permitió hacer pilotos, siempre que fueran científicos e investigativos, la institucionalidad responsable se hubiera fortalecido, y contaran con licencia social y con la mejor tecnología disponible. El gobierno actual avanzó con la regulación y puesta en marcha de este ejercicio, que, como lo he argumentado de sobra en esta columna, de científico no tiene ni la apariencia (el Ministerio de Minas es juez y parte en todas las etapas) y de licencia social sencillamente no se puede hablar (quienes se oponen al fracking en Puerto Wilches han recibido amenazas y atentados).
Sin embargo, de repente, el Consejo de Estado se atraviesa a su propia decisión sobre los pilotos y decide que las condiciones normativas para el fracking comercial están dadas. Su línea argumentativa es un despojo al principio de precaución de su sentido normativo y de su eficacia. Recordemos: este principio está presente en muchísimos instrumentos de derecho internacional y nacional. Lo que busca este principio es que la falta de certeza científica absoluta no impida tomar medidas eficaces para impedir que se generen riesgos de daños graves al ambiente y a la salud por algún tipo de intervención humana.
Es decir, el principio ordena que como sociedad actuemos con precaución cuando existan dudas razonables y respaldadas por la comunidad científica sobre los daños posibles que una intervención humana pueda generar al ambiente y la salud pública. Estas dudas pueden ser sobre la magnitud del daño, la probabilidad de su ocurrencia o los mecanismos de causalidad, entre otros. El principio de precaución, entonces, pone una vara alta para tomar decisiones riesgosas y obliga a la sociedad a decidir de manera informada y consensuada sobre los riesgos que está dispuesta a asumir.
Al ponerle un freno a la toma de decisiones sobre asuntos riesgosos, el principio impide una distribución inequitativa de los posibles daños. Todos sabemos que la explotación de carbón y de hidrocarburos genera daños mayores sobre comunidades marginadas y empobrecidas, muchas de ellas indígenas, afrodescendientes o víctimas del conflicto armado. En un bello texto que escribimos Rodrigo Uprimny y yo sobre el principio de precaución decíamos que, de esta manera, también protege el principio de igualdad y la justicia ambiental. Además, impide que sectores con intereses particulares tomen decisiones apresuradas, abusando de que para las comunidades posiblemente afectadas es difícil y a veces imposible probar con certeza los riesgos en el corto, mediano y largo plazo, y en múltiples escalas en sistemas tan complejos como los ecosistemas y el cuerpo humano.
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Por el de precaución y otros principios ambientales, el fracking ha sido prohibido o suspendido en España, Francia, Dinamarca, Alemania, Australia, Inglaterra, varios Estados de EE. UU., Argentina, Brasil…
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En un contexto global de crisis climática, y locales de violencia armada y pérdida de biodiversidad, el principio de precaución sobre intervenciones agresivas en los territorios es imperativo. En el caso del fracking, en el juicio se mostró de sobra con conceptos institucionales y académicos, que es una técnica riesgosa en términos climáticos, ambientales, de salud pública y sociales. Tanto así, que por el de precaución y otros principios ambientales y climáticos, el fracking ha sido prohibido o al menos suspendido con moratorias en ordenamientos jurídicos en España, Francia, Bulgaria, Dinamarca, Alemania, Irlanda, Australia, Inglaterra, y en varios Estados o provincias de Estados Unidos, Argentina y Brasil, entre otros.
El Consejo de Estado arrancó el proceso con seriedad, rigor y responsabilidad con los bienes jurídicos en juego (la vida, la integridad ecosistémica, la salud): ordenó medidas cautelares, permitió los pilotos y recaudó pruebas multidisciplinarias, científicas y académicas. Sin embargo, en su decisión deja de lado todo este acervo y concluye que los demandantes no lograron probar “con absoluta seguridad u certeza, la falencia o error cometido en la adopción de la decisión técnica correspondiente” (de la norma demandada). El alto tribunal desconoce así que una de las condiciones esenciales de la aplicación del principio de precaución es la duda razonable sobre riesgos y daños, y no la prueba inequívoca de los mismos. De esa manera, despoja al principio de precaución de su sentido fundamental que es, precisamente, que no sea necesario tener certeza absoluta del daño para que como sociedad se tome la decisión de actuar con precaución para proteger la vida, la salud y los ecosistemas.
Así, el alto tribunal no solo arrasó con el sentido del principio de precaución, sino con el del mismo proceso que con juicio, precaución y sensatez había adelantado durante cinco años.