En los casi cuatro años que llevo viviendo en Cartagena, estudiando y recorriendo la región, me he encontrado con muchos habitantes del Caribe colombiano que exhiben, en una amplia gama de tonos, una especie de creencia a la que voy a llamar, en gracia de la discusión, “el complot cachaco”.
La llamo así para ubicarla en el ámbito de las “teorías de la conspiración”; es decir,de narrativas que en apariencia son hipercoherentes, pero que tan solo ofrecen seudoexplicaciones artificialmente simples sobre fenómenos o acontecimientos sociales extremadamente complejos.
Ejemplos de teorías de la conspiración abundan, sobre todo ahora con la Internet. La Red permite poner en circulación vídeos y blogs de fácil digestión que pretenden comprender –o hacer comprender–, en pocos minutos o en unos cuantos párrafos, situaciones o eventos sociales y políticos que, desde el punto de vista sociológico, histórico, antropológico, económico o politológico, revisten enormes dificultades explicativas.
Dichos ejemplos abarcan un diverso espectro temático, que va desde los alienígenas ancestrales mediante los cuales un mal llamado canal de “historia” ha elevado sus ratings a costa de todo estándar de rigurosidad, hasta series documentales de gran éxito como Zeitgeist, pasando por seudoexplicaciones del orden mundial basadas en supuestos planes macabros, llevados a cabo durante siglos, por parte de sectas de caballeros templarios iluminados.
La trampa de las teorías de la conspiración está anclada en lo más profundo de nuestra psicología. Los seres humanos tenemos una predisposición natural para ver relaciones y patrones donde no los hay (de ahí la gran dificultad –y la enorme importancia– de una buena formación básica en lógica, epistemología y estadística).
De igual manera, la mente del ser humano –de todos nosotros– tiende a descartar la evidencia que no cuadre con su cosmovisión, o que ponga en riesgo los prejuicios sobre los que muchas veces construye sus identidades.
Es un hecho comprobado que quienes se ubican más hacia la derecha del espectro político tienden a desacreditar de tajo la evidencia sobre la realidad del cambio climático (especialmente cuando ésta muestra que es inducido por las actividades humanas extractivas), y que quienes se ubican más hacia la izquierda del espectro político tienden a descartar la evidencia sobre la seguridad de los alimentos genéticamente modificados (sobre todo cuando éstos provienen de grandes empresas multinacionales). En temas de tanta importancia, lo ideal sería llegar a un equilibrio basado en la razón, pero las pasiones suelen imponerse como los principales motores de las agendas políticas.
Así, el complot cachaco es la atribución de los graves problemas que enfrentan las poblaciones de la región Caribe, a una especie de conspiración ideada desde el interior –particularmente desde Bogotá– para mantenerlas sumidas en un atraso económico y social con base en el cual los cachacos perciben alguna suerte de beneficios materiales. Es una teoría que ofrece una explicación simple y fácilmente digerible (¡qué mejor artilugio populista para los discursos de los políticos regionales!) de las causas de la ineficiencia y la miseria que sufrimos en la región. Es un discurso coherente con los prejuicios (es decir, las generalizaciones infundadas) que realizamos a la ligera sobre toda una población, con base en el comportamiento o la actitud de los turistas que vienen del interior y de los funcionarios que nos visitan “desde el nivel nacional”. Y es una narrativa que refuerza una identidad construida desde la magnificación de las diferencias, y no desde la búsqueda de semejanzas, de una nacionalidad –ah, cuál nacionalidad–, desde una humanidad compartida.
Los aportes académicos que suelen ser distorsionados e instrumentalizados por quienes esgrimenla teoría del complot cachaco son ingentes e importantes, y hay que revisarlos con disciplina crítica, pues no solo revelan las realidades sobre las cuales se construye la ficción conspirativa, sino que ademásaportan elementos de vital importancia para entender cómo opera la construcción de dicha mentalidad. Entre ellos, hay que destacar las investigaciones historiográficas que ha demostrado cómo, en la construcción simbólica de la idea de nación, primaron históricamente las visiones que, desde el interior de Colombia, condenaban como primitivas y salvajes a las formas de vida de los pobladores de “las tierras calientes”. Aun así, todavía queda mucho trecho por recorrer en la explicitación de los mecanismos que articulan dichas visiones con el diseño de políticas e instituciones que conecten con las problemáticas vividas hoy en día en estas regiones –si es que dichos mecanismos existen.
Un segundo aporte académico fundamental es el que se refiere a los efectos del centralismo y, más recientemente, a las limitaciones de la descentralización implementada en Colombia, con tantos vaivenes coyunturales, desde finales de la década de los ochenta. Yo creo que esta ruta de investigación es en realidad la más promisoria, pero solo en la medida en que se resista a caer en la teoría del complot cachaco. Porque a quienes más funcional les resulta que las decisiones se tomen “en el nivel nacional” (un lugar abstracto que no coincide geográficamente con Bogotá, sino solo porque ahí quedan sus oficinas), son las élites políticas de las regiones, quienes han contribuido a diseñar dicho sistema en la medida en que les conviene “gestionar” los asuntos del territorio desde la lejanía mística y mistificadora de un centro al que solo ellos tienen acceso.