Einstein dijo alguna vez: “Una persona inteligente resuelve un problema, una persona sabia lo evita”. Un poquito de sentido común y otro tanto de tolerancia podrían ayudar en el actual entorno reflejado por las últimas encuestas: estamos en un escenario semejante al de 2018: Petro frente al candidato de Uribe. Sin embargo, las circunstancias son más complejas. De hecho, se han acrecentado las heridas, odios y resentimientos después del trágico estallido social del año pasado. Además, el genocidio que comenzó hace décadas no cesa y los acuerdos de paz están hechos trizas.
Todo parece indicar que las protestas permanecen en estado de hibernación, al acecho, a la espera de un grave acontecimiento que las despierte, quizás con una fuerza de dimensiones insospechadas. No hay que ser adivino para percibir la atmósfera enervada y efervescente que se palpita en Colombia. Es como si un florero de Llorente estuviera a punto de quebrarse. Por otra parte, el contexto mundial y regional es crítico. Tampoco se necesita ser un experto en geopolítica para comprender la gravedad de los acontecimientos en Europa, en Medio Oriente y en otras partes del mundo.
En este entorno tan desfavorable Colombia deberá asumir el reto de elegir un nuevo presidente. Así las cosas, se necesita un mínimo de prudencia, otro tanto de decencia política, y una pizca de mesura y respeto entre las partes en contienda electoral para salvar la democracia que sobrevive después del desastre que nos deja por herencia el uribismo.
En este sentido, para nadie es un secreto que desde hace muchos años nuestras instituciones han ido perdiendo credibilidad: la justicia cojea; las fuerzas del orden inspiran más miedo y recelo que confianza; por su parte, la Presidencia se convirtió en el hazmerreír de propios y foráneos, pues Duque no pudo quitarse jamás el alias de “títere de Uribe”. Además, la Procuraduría y la Fiscalía, y otros entes estatales, tampoco se salvan de las críticas y cuestionamientos. La corrupción se tomó las instituciones. Todo lo que suene o huela a gubernamental hiede.
Para colmo (cuando parecía que había una pizca de confianza en la Registraduría, a pesar de los muchos escándalos recientes y pasados), se está hablando del nombramiento de un registrador ad hoc. La verdad, este manoseo sería ridículo e irrisorio si no entrañara un grave peligro para la estabilidad del país. Uribe y sus secuaces, quizás a sabiendas, están jugando con fuego. Para empeorar las cosas, hay un sector de la fanaticada de Gustavo Petro que es afín a las vías de hecho. Algunos colegas los llaman “barras bravas”. Yo, sin ambages, los llamo extremistas, pendencieros, y amigos de casar peleas por todo lo habido y por haber. Son tan beligerantes como sus enemigos de la otra esquina del odio.
Lo que sucede en las redes sociales es una batalla campal, una guerra sucia y sin cuartel en las que de un lado y del otro acuden a metodologías ruines para descalificar al contrincante. Ojo-cuidado-peligro: las guerras siempre comienzan en el lenguaje y concluyen en los campos de batalla. Por suerte, hace pocos días el señor Petro invitó a sus seguidores a respetar la libertad de expresión. Aunque él mismo debe dar ejemplo midiendo sus palabras. Que deje esa mala costumbre de emitir juicios apresurados contra periodistas, fuerzas del orden… en fin, hacia determinado ciudadano que lo confronte. No son suficientes el liderazgo y la inteligencia para ser un buen presidente. Gustavo Petro, aplique estas palabras: moderación, prudencia, categoría y talante.
Por último, petristas y uribistas deberían tomar por igual toneladas de valeriana antes, durante y después de la jornada electoral del próximo 29 de mayo, y lo más seguro en segunda vuelta. Mejor prevenir que lamentar: soliciten verificaciones, acompañamiento y veeduría de estamentos internacionales (ONU, Unión Europea, etcétera). Si todos aceptan las reglas de juego tienen que aceptar los resultados. Gane quien gane que sea con transparencia. Que los perdedores tengan tolerancia a la frustración. Que los vencedores sean nobles en la victoria. Así nos evitaríamos una tragedia nacional por cuenta de ese apasionamiento y fanatismo al que es proclive el pueblo colombiano.