Hace poco un personaje de lo más particular, de esos cínicos que pululan en las esferas del poder de cualquier clase, dijo sin ruborizarse que en sus 68 años de vida nunca había dicho una mentira.
Al personaje en cuestión bastaba recordarle el par de veces que la justicia lo ha obligado a retractarse precisamente por eso, por mentiroso. Y es que si a uno la justicia lo tiene que obligar a decir la verdad, pues no tiene mucha credibilidad en la afirmación de que nunca se ha dicho una mentira.
Al personaje en cuestión no se le critica lo mentiroso, no hay que ser político para ser un profesional en el arte de la mentira, los hay en la iglesia, en los salones de clase, en las juntas directivas, en las salas de redacción y hasta en los centros de memoria histórica.
Los humanos nos hemos habituado tanto a la mentira que la vemos como algo normal. La falta de rigor en la palabra es inculcada desde niños. Vemos a nuestros padres mentir una y otra vez. Vemos a nuestros profesores mentir y a todos nuestros modelos de referencia.
Nacemos con la mentira debajo del brazo, muchos somos hijos de ella, desde las llamadas mentiras piadosas, hasta la negación de la evidencia, solo porque la historia ha demostrado que una mentira repetida muchas veces puede convertirse en verdad.
Acostumbrados a mentir y a que nos mientan en este mundo de mentirosos olvidamos que, por mucho que tratemos de esconderla, maquillarla y disfrazarla, la mentira siempre se termina reconociendo.
A la larga, el mentiroso se empieza a convertir en ese cínico al que solo creen los que se hacen los sordos porque tienen algún tipo de prebenda o contrato, pero al final todos sabemos que el colmo de la mentira siempre será decir que nunca se ha dicho una.