Hannah Arendt describía como “Colapso moral de la población alemana”, haciendo referencia al estado de indiferencia —en particular— de la población alemana y —en general— de la europea ante el grave genocidio del exterminio judío a manos del régimen nazi en la década de los años 30 del siglo XX. Se refería específicamente a ese colapso moral de la población ante la deshumanización de las prácticas de guerra usadas y a la insensibilidad demostrada ante las dramáticas cifras de muertes que podrían superar los 15 millones de personas que incluía judíos, gitanos, homosexuales, polacos y rusos.
En esa misma línea, el esposo de Arendt, el filósofo e intelectual polaco Günther Anders habló sobre la obsolescencia del hombre, diagnosticando al hombre actual —para su época— como “un analfabeta emocional”, seres con la plena capacidad de generar sentimientos de tristeza ante la desgracia y el dolor ajeno, pero donde las estructuras sociales en las que se ve forzado a vivir lo han llevado a ser un individuo tibio, en que las cifras no le dan la suficiente información para despertar estas emociones. Esto es claro cuando vemos que en la actualidad hablar de un muerto vale exactamente lo mismo que hablar de cientos, miles o millones. Simplemente nos sentimos perturbados por unos cuantos segundos al escuchar las malas noticias, pero se nos pasa cuando empieza la sección de deportes o simplemente al llevarnos la siguiente cucharada de comida a nuestra boca.
Esta decadencia en la solidez de las bases sociales se debe —según Arendt— entre otras cosas, porque el hombre ya no es tan siquiera capaz de razonar la cadena de consecuencias que puede generar las decisiones que toma, por más insignificantes que estas sean. Es por esto que afrontar alguna disputa, votar por determinado candidato o presionar un botón para detonar una bomba puede llegar a derivar en el mismo resultado, incluso esto puede ser una sarta de acontecimientos en el que interactúan diferentes personas, pero ninguna lo hace de manera razonable, simplemente acuden guiados por el objetivo de alcanzar los intereses egoístas que la estructura social le ha enseñado a perseguir.
Entender las miradas que compartían Arendt y Anders permiten ver cómo estas estructuras sociales permanecen en un estado de decadencia moral progresiva. A lo largo y ancho del mundo se pueden observar casi a diario noticias sobre gente que está en desgracia, países enteros sumergidos en guerras civiles que inflan de muertes las estadísticas que se presentan en los informes de gobiernos, organizaciones multilaterales y medios de comunicación sin lograr despertar efectos trascendentales que generen mecanismos de acción social que detengan esta tendencia.
Como parece lógico, Colombia no se queda atrás, por el contrario, se muestra como un abanderado de un abismo moral notablemente marcado, que se muestra más indignada cuando le anotan gol a su selección que cuando asesinan a sus líderes sociales, o desplazan a cientos de personas de sus hogares. Muestra de esto es que después de lograr finalizar una trancada negociación que iba a detener –por lo menos parcialmente- una guerra civil de casi 60 años que según datos del Centro de Memoria Histórica (2018), dejó más de 260.000 muertos (el 80% de víctimas fue población civil), 80.514 desaparecidos (70.587 siguen desaparecidos), 37.094 víctimas de secuestro, 15.687 víctimas de violencia sexual y 17.804 menores de 18 años reclutados; su población sigue estancada en un estado de analfabetismo emocional cada vez más perceptible. Y es que es imposible no notarlo, si luego de la posesión del presidente Iván Duque (que brilla por su ausencia), el retorno del sicariato y exterminio retornaron a las veredas, a la fecha según Indepaz en el 2019 ya van 88 líderes asesinados.
La razón de estos antecedentes es clara, la polarización que afronta ahora el país se divide entre aquellos que supuestamente defienden la paz (tal como se pactó entre el gobierno y las Farc), y los que se esconden en su aparente argumento insoslayable de “paz sí, pero sin impunidad”. Y es esta polarización arcaica —por su carencia de argumentos puestos en la arena del debate pacífico— la que ha permitido que se vuelva a derramar sangre de personas inocentes que pasan a ser cifras que pocos estreñimientos provocan en la doble moral de los que son espectadores pasivos y morbosos de cada hecho de violencia. Y, por el contrario, permite que se use de bandera en las contiendas electorales donde los candidatos acuden a legitimar frases que ecifan a su antojo para hacerle creer a la gente que ellos son el cambio, cuando en realidad no se ruborizan con ningún tipo de atrocidad.
Esta decadencia moral es el reflejo claro de nuestra cultura, en nuestras tradiciones violentamente transformadas y en la rutina de caos que ha experimentado el cambio generacional que le tocó adaptar su conciencia a la crueldad y el exterminio como modo de vida. Y en este conjunto de causalidades solo se le puede atribuir a una clase política vende patria, que se muestra condescendiente, pero no empático con la desgracia de los que viven la guerra. Es por ellos que seguimos saltando de desgracia en desgracia y seguimos viendo cómo se caen puentes, asesinan fríamente personas, agotan los recursos y se burlan vilmente de los sueños y esperanzas de personas humildes y trabajadoras, del dolor de los huérfanos que lloran junto a los cuerpos que reposan en territorios de pobreza y por supuesto de aquellos que se convirtieron en los “paracos” y “guerrillos” cibernéticos, cuya contienda se vive en los comentarios de todo tipo de red social manipulada por los medios de comunicación que los mantienen distraídos con las intimidades de cantantes y las columnas bochornosas de opinión.
Y es que esta decadencia moral no viene por naturaleza en el molde del ser humano, ni mucho menos es una característica exclusiva del colombiano. Pero si es causa de la normalización de la violencia, de la frialdad de nuestros sentimientos por la desgracia ajena, esto es culpa de las estructuras en las que nos obligan a vivir, estructuras en las que la vida no vale nada, porque lo que importa son los rendimientos, las ganancias y las utilidades, donde las cifras que importan son las de crecimiento de la rentabilidad de los empresarios y banqueros mientras ignoramos las de muerte, pobreza, desigualdad y destrucción del medio ambiente. Entonces, ¿cómo no ser conscientes del colapso moral de la población colombiana?