Anoche quise recurrir al beneficio de la duda y me puse a ver por cuarta vez El club de la pelea. No podía ser que tanta gente a la que respeto y admiro hablara tan bien de la película y a mí me hubiese resultado siempre un bodrio insoportable. Recordé la emoción que tuve cuando la fui a ver por primera vez. Todos hablaban maravillas de la última película de David Fincher, el director con el que se identificaba toda una generación que había dejado de creer en sueños después de que Kurt Cobain, con las venas ya congeladas, decidiera volarse la cabeza de un disparo.
Me senté en la butaca de aquel invierno de 1999 y a los pocos minutos comencé a sentirme enfermo. La iluminación con colores de neón retocada digitalmente me produjo las primeras arcadas. Con el tiempo pensé que todo esto se trataba de un recuerdo impostado, pero ayer, después de revisitarla lo comprobé: El club de la pelea es una peliculita cualquiera insuflada por una crítica enmarihuanada y quilliasmica. Verla de nuevo fue como asistir a una sesión de quimioterapia: el color plateado constante que destilan sus imágenes no solo te marean sino que te quema y el dolor de cabeza, fiel compañero de las últimas semanas, volverá a aparecer implacable y persistente.
Uno de los grandes problemas que tienen algunos trabajos de David Fincher y que se acentúa en esta película y en la horripilante Benjamin Button, es su incapacidad para hacer una secuencia. Su cine es un conjunto de recorte y pegue exacerbado. Es sobre los hombros de su editor quien recae la responsabilidad de armar la película. Viejos vicios del videoclip.
El club de la pelea es un videoclip largo hecho para adolescentes angustiados por el fin de milenio, insuflados de agnosticismo, anarquismo y demás perversiones sexuales. Su premisa de rompan todo es solo la pataleta de un niño rico que acaba de leerse una introducción a Bakunin. ¿Cómo te van a hablar de renunciar a todos los lujos si estás haciendo una película con los últimos recursos tecnológicos que te pueden ofrecer? Una presunta película anarquista que habla de lo vacuo que puede ser la belleza física usando como protagonista al hombre más hermoso de todos los tiempos.
Estoy plenamente de acuerdo con eso de que hay que abandonarse en el vacío y autodestruirse de la manera más elegantemente posible, pero permítanme preguntar algo antes de que los gritos de los fans de esta filme ensordezcan mis oídos: ¿por qué Edward Norton y Brad Pitt parecen en la película un par de strippers? La fama de sexy que tiene el marido de Angelina se catapultó después de mostrarse sin camisa en buena parte de esta incongruente obra contra el consumismo. Y Norton, bueno, en lo suyo, intentando ser el nuevo Robert De Niro teniendo un solo rostro, un solo gesto.
Ahora piensan volverla a lanzar al cine aprovechando sus quince años. Los clubes de peleas se han extendido por el mundo pero eso sí, ya nadie amenaza con el precepto Pallamukiano de destruir un rostro a puños para resetear el sistema. Fincher ha reculado hasta la televisión, Brad Pitt se hunde en su ostracismo y Norton ha fallado en su intento de mimetizarse en Marlon Brando.
La película, a pesar de mis palabras, está vivita y coleando reclutando jóvenes adeptos en todo el mundo. Nadie duda que es un clásico, ni siquiera los haters que no paramos de hablar mal de ella. Podrá ser muy buena pero yo no la soporto, no me la aguanto. No sería la primera vez que me sucede con una obra maestra: nunca he podido terminar de ver El año pasado en Marienbad y en La montaña sagrada me he quedado quince veces ascendiéndola. Y eso que ayer hice crispetas y abrí ventanas lisérgicas para entenderla mejor, pero qué va, solo recordar a esa nimiedad del Edward Norton pegándose puños en la cara hacen que me reaparezca la náusea. No entiendo, en realidad, como la han podido soportar durante tantos años.