El cliente tiene la razón… cuando logra comunicarse
Opinión

El cliente tiene la razón… cuando logra comunicarse

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diciembre 02, 2013
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La Beatriz que habla con la pobre persona que está al otro lado de la “Línea de atención al cliente de…” es bastante más antipática de la que yo trato de ser en mi vida diaria.

Pero es que, honestamente, después de unos quince minutos lidiando con una grabación de una voz humana que es de todo menos humanamente racional, espichando el 4 para esto y el 5 para aquello y el 0 para constatar –de nuevo– que la opción que necesito no está en el menú y luego de buscar eternamente una opción que me remita a una larga espera mientras suena un jingle que destroza mis oídos –no por feo necesariamente, si no por lo repetitivo–, luego de eso que dura media hora o más y, probablemente, por tercera vez en ese fin de semana, solucionando ese mismo problema, yo quisiera casi sacarle los ojos, que digo, los botones a la contestadora.

Tan de malas que la persona que me contesta sí es humana, pero yo estoy tan molesta ya, que relaciono las dos voces humanas (la de la grabación con la que contesta) y la pobre operadora paga las culpas del operador, que por ahorrar costos ahora tiene un servicio al cliente malísimo.

Lo triste es, claro, que quien contesta amablemente con su protocolario “Muy buenos días mi nombre es YYY a su servicio” no tiene para nada la culpa y, en cambio, le toca aguantarse a “usuarios/clientes/consumidores/víctimas” como yo, que llamamos a punto de contraer un aneurisma (bueno, estoy exagerando…) sin una palabra amable, sin un cómo está, sin darnos cuenta de que son otra persona y no ya la maldita grabación con la voz más amable y exasperante del mundo.

Pero a esa persona le pagan y es su trabajo y sobrevivirá (así como yo, que finalmente pude activar mi clave número 10000). Lo que más me preocupa es el costo de eso para quien quiero ser yo. Porque es que así se va volviendo el trato con otras personas, al menos cuando no se les ve la cara. Poco a poco, a la persona que atiende en el Call Center pero también el señor del gas que llama para programar no-sé-qué-cita, es como si les desapareciera el rostro y fueran una extensión más de esa grabación automática. Y entonces, claro, es más difícil preguntar cómo están, y tener paciencia y ser así de amables como uno trataría de serlo con cualquier persona cuando la tiene al frente, por ejemplo en un mostrador.

Y claro, esto tiene un costo ético importante. Al fin de cuentas a la gente hay que tratarla bien por el mero hecho de ser gente. Y punto, sin excusas. Pero tiene también varios costos prácticos importantes, que vale la pena considerar: por un lado, el mundo es, finalmente, de personas y no de aparatos y la forma como yo me relaciono con otras personas es la forma en que yo me relaciono con el mundo. Es decir, si vacío a la pobre persona del Call Center por la incompetencia de su empleador seguramente ella no va a mover un dedo más allá de lo protocolario por ayudarme a solucionar mi problema. Igual el señor del gas. Y entonces, a lo mejor, ante la menor dificultad ni me solucionan el problema, ni me atienden ni nada, porque a la persona que podría ayudarme ya le caí mal o, porque como yo, no me ven ni me hablan a la cara.

Una historia interesante al respecto es que, proporcionalmente, las personas que menos se hundieron en las crisis financieras de los últimos años son las que tenían una relación personal con sus corredores. Los corredores, intuitivamente, eran mucho menos propensos a hacer inversiones riesgosas con la plata de personas que (re)conocían bien.

Así que el costo de que se nos olvide que, en el fondo, todos somos personas (o de que se nos olvide de que detrás de todo, al final de cuentas, hay personas) es altísimo, es casi desnaturalizante. No solo nos va convirtiendo en personas insoportables sino que en últimas atentamos contra lo que, en principio, sostiene el mundo: las relaciones entre personas.

Por eso la siguiente vez que me tocó llamar a la “Línea de atención al cliente” esperé a que fuera media noche y no hubiera espera y entonces no hubo musiquita que me sacara de quicio. La mujer que me contestó se dio cuenta de que yo estaba dormidísima y le causó tanta risa, creo, que me arregló el problema en un instante sola, ni siquiera me dio instrucciones, (era una bobada) y cerró con un ‘feliz noche señora Beatriz’ (y, en mi “soñolienza” pasé por alto que no me gusta que me digan señora).

 

 

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