Pasada la primera vuelta nos quedan el cálculo electoral de las alianzas y el análisis de los resultados. Respecto de este último, en prensa, redes, radio y televisión ha surgido como elemento descriptivo de la jornada, junto al desconcierto de una votación por fuera de las tendencias de la maquinaria, la “evidente” polarización entre derecha e izquierda, que algunos progresistas denominarían entre conservadores y progresistas. Es decir, se plantea que el tablero electoral ha estado determinado por la discusión entre derecha-conservadores (Estado, familia y religión) frente a izquierda-progresismo (redistribución y derechos sociales). Lucha que encontraba a Fajardo en el medio y por el que votaron cuatro millones y medio de personas. Desde los análisis de las posiciones de centro a izquierda se ha descrito que los votos de Duque y Vargas son de derecha, y que no se van a mover. Y aunque lo más probable es que no se muevan, puede que el análisis no sea del todo acertado.
Votar a la derecha en un país como Colombia con los niveles de desigualdad, pobreza, informalidad, desempleo, subempleo, y los bajos niveles de calidad y acceso a salud y educación, podría significar votar en contra del propio interés. En consecuencia, pensar que cerca de la mitad de los votantes vota a favor de políticas que los perjudican esconde, en cierta medida, una interpretación clasista. Decir que somos conservadores es decir que no somos capaces de transformación, que vivimos encerrados en una especie de subdesarrollo cultural. Y esta es una de las formas de clasismo que sostienen el poder político por medio de la necesidad de una tutela electoral.
Existe toda una corriente de interpretaciones, provenientes de las nuevas teorías de la “cultura de la pobreza” (Hoschild y Isenberg), que han justificado los resultados desconcertantes en las últimas elecciones a nivel global por medio de una explicación culturalista. Es decir, que culpan de los resultados a patrones culturales de poblaciones que votan en contra de sus intereses. Esta interpretación sostiene la idea de que las personas son las que generan las condiciones de malestar con sus comportamientos, como si estos no estuviesen determinados por estructuras de poder. Se trata de un grupo de nuevas teorías que modernizan la interpretación de la discriminación por méritos, asociados a la raza, la clase social o el origen. Y que sostienen argumentos como “los campesinos son así”, o “los indígenas son asá” y les va mal por culpa propia.
En el caso de la elección de Trump el análisis hecho, desde estas teorías, fue que los blancos pobres le habían votado por la pérdida de privilegios sociales y económicos que habían sufrido. Donald los convenció al ofrecer controlar la migración y reforzar la idea de Estados Unidos como nación poderosa, cuando este en realidad representa el interés del 1% más rico. Estas teorías suponen que esos grupos de trabajadores blancos empobrecidos votaron movidos por sus convicciones racistas y nacionalistas, es decir, por sus características culturales, y al final de cuentas votaron en contra de sus propios intereses de clase social. Estas interpretaciones nos explican que la pobreza, en gran medida, se basa en patrones culturales que contienen malas elecciones, en este caso políticas, pasando por alto el peso y la determinación de las estructuras de poder económico, social y político. En sentido similar se han analizado los referendos del Brexit en Reino Unido y el Referendo por la paz en Colombia. Bajo esta lupa los ingleses votaron salir de la Unión Europea en contra de su propio bienestar por la cultura racista que los impregna. Y en consecuencia, nosotros votamos No por ser el país más de derechas de América Latina, por encarnar las doctrinas contra el narcotráfico y el terrorismo, en contra de nuestro propio bienestar y la disminución evidente de la violencia. Lo que en términos coloquiales decimos cuando decimos “votamos lo que nos merecemos”.
La interpretación del campo político entre izquierda y derecha, y sobre todo la descripción como de progresistas a los que votaron por Petro y de derechas por los que votaron por Duque está escondiendo, o por lo menos camufla, el conflicto armado como una variable determinante en estas elecciones. Explicar las altas votaciones tanto de Duque como de Vargas como expresión de política de derechas, esconde una característica particular del tablero político en Colombia: la seguridad. En Colombia podría decirse que la discusión política electoral no se mueve solo en el tablero entre derechas e izquierdas, a este se le superpone o se intersecta con otro campo político, el de la seguridad. Es por esta razón que cualquiera puede tener un familiar “cívico mockusiano” orgulloso pagador de impuestos que justifique a Duque como el único con mano dura, o tener un amigo defensor de la educación pública que “le reconoce” a Uribe su papel. Y así mismo, podemos tener otro amigo, amigo de las privatizaciones y de “ser pilo paga”, pero que está asustado de los años de Uribe y cansado de su búsqueda de poder en cuerpo ajeno.
A primera vista se podría pensar en la seguridad como un elemento de campaña más, y si fuera así, podría ser encuadrado dentro de la discusión entre derechas e izquierdas. Más ejército significa mayor seguridad, derechas, frente a, mejor redistribución elimina las causas del conflicto, izquierda. Pero en el caso local no se trata de una discusión entre control social frente a desigualdad como fuente de conflicto. Ni tampoco obedece exclusivamente a la lógica de lo que se ha llamado la “sociedad del riesgo”, en donde nos enfrentamos a riesgos transversales a la clase social y el lugar, como podrían ser en nuestro caso el “terrorismo” o el narcotráfico. Colombia tiene una particularidad frente a la seguridad que ha sido ido construido por décadas.
La figura que podría representar lo que nos ha pasado a los colombianos con la seguridad es la de la expropiación. La expropiación es el despojo de una “propiedad” por parte de las instituciones sobre los ciudadanos. Y como han mostrado varios autores, los procesos de expropiación no solo se presentan sobre “propiedades” sino también sobre partes indispensables de la vida. El fenómeno más estudiado ha sido el de la expropiación de la salud. Ivan Illich en los años 70s comenzó a mostrar cómo las instituciones modernas nos han expropiado de la capacidad para gestionar la salud. Así es como, instituciones médicas y sistemas de salud nos han quitado la capacidad para determinar los tratamientos a los que nos sometemos; la vida está cada vez más medicalizada, las farmacéuticas nos venden tratamientos más caros que no buscan curar; y los conocimientos tradicionales sobre tratamientos, el cuerpo o el bienestar son devaluados por la ciencia médica. Alejándonos cada vez más de la capacidad para gestionar nuestra salud, es decir, nuestra muerte, el manejo del dolor y qué significan enfermedad, síntoma y curación.
Pero la expropiación no solo se ha estudiado en la salud, la feminista Nancy Fraser utiliza este concepto para mostrar como la expropiación por parte del Estado junto a la explotación del mercado laboral en Estados Unidos empobrece y reproduce la marginación de una parte de los afro-estadounidenses que viven en el circuito cárcel-gueto. Y para no ir muy lejos, en 2013 todos vimos asombrados en el Documental 9.70, que se convirtió en viral, como un grupo de campesinos fueron obligados por el ICA a tirar 62 toneladas de arroz, debido a la firma de una cláusula del TLC con Estados Unidos que prohibía el uso de semillas nativas. Este decreto lo que hizo fue expropiarnos a todos los colombianos de la capacidad para sembrar, guardar y vender comida. Es decir, que nos expropiaron la capacidad para gestionar nuestros alimentos. Ese mismo fenómeno nos ha sucedido con la seguridad, 50 años de guerra, Estado, guerrilla, paramilitares y narcos nos han despojado de la capacidad para gestionar la seguridad y el conflicto.
La expropiación de la seguridad por parte de las instituciones políticas, de sus dirigentes, pasando por Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe y Santos, sumados a los narcos, los paramilitares y la guerrilla ha logrado que no hayamos discutido y no podamos decidir qué significa, cuánta, cómo y dónde queremos seguridad. Estamos a merced de procesos institucionales que nos obligan a ponernos en trincheras partidistas, o como sucede en esta elecciones en trincheras de candidatos. Y es por esto que la tesis del país dividido en ejes políticos no logra explicar por qué las zonas del conflicto coinciden con las zonas donde se disputa la campaña electoral en forma particular, como se puede ver en los mapas electorales de estas elecciones y como se vieron en las elecciones de 2010. Ni la polarización izquierda-derecha tampoco explica por qué Colombia no ha tenido gobiernos progresistas a diferencia del resto de Suramérica.
Promover, como elemento de campaña, una política pública que permita crear escenarios y espacios políticos donde se discuta y se decida sobre seguridad ¿qué tipo? ¿Cómo? ¿Hasta dónde como un derecho que protege el Estado y cuáles ámbitos se desean gestionar de forma personal o comunitaria?, es una oportunidad que Petro debería promover. Ya que considerar que los colombianos que votan por Duque o por Vargas están determinados por su cercanía ideológica no va a permitir una discusión más amplia sobre trabajo, salud, medio ambiente y educación. Y así, tal vez se pueda plantear una segunda vuelta más enfocada en discutir entre conservar privilegios o crear mecanismos redistributivos y la consolidación de derechos sociales.