La desfachatez se vuelve cada vez más grande. Los periodistas dejaron de lado parte de su oficio, pasaron de ser opinadores en sus escritos de opinión a juzgadores, utilizando los medios de gran influencia para los cuales trabajan para hablar a diestra y siniestra de otros, sin importar si dicen la verdad o si hay una investigación de por medio.
Y es que cuando los periodistas más populares e influyentes de este país hacen sus columnas, llámense radiales, escritas o, las ahora tan de moda, virtuales, se creen dioses a los cuales nadie puede refutar. De hecho, se ensañan de manera particular contra ciertos personajes públicos, incluso faltando a veces a la honra y al buen nombre. Y, claro, como los personajes en cuestión no tienen los mismos espacios para defenderse y aclarar situaciones o ruidos en la comunicación, pues quedan sencillamente señalados ante la opinión pública.
De ese modo, después que un periodista decide hacer comentarios venenosos, señalar con el dedo y disparar su costalado de palabras y acusaciones, en muchos casos sin prueba alguna y a la sombra de su lado partidista u activista oculto, la reputación de los personajes públicos honestos queda por el suelo.
Una vez se comenta sobre hechos no comprobados de personajes o marcas, el daño ya está hecho. Los sicarios morales, que ahora —aunque suene duro son nuestros más halagados periodistas, que se dejan llevar por el odio y por su sed de justicia propia— agreden sin reparos, ponen la reputación del doliente por el suelo a manera de juego de poderes, simplemente porque les produce rating o, en el peor escenario, porque son utilizados por diferentes sectores como “idiotas útiles”.
Debemos parar este circo, que aclaro es de algunos los periodistas, y detener tanta polarización, altivez y yoísmo, que parece ir más allá del egoísmo. Hay que volver a la esencia misma del periodismo: no hablar por hablar, y ser más diligentes y responsables en lo que decimos, convencidos seguramente de que, como en las ruletas, todo lo que digan puede ser usado en su contra o que simplemente por la ley de la compensación todo acto malo se devuelve.
Hasta cuándo debemos simplemente sacar los trapitos al sol, sin ética periodística, solo porque este o aquel personaje no es de mis mayores afectos; entonces, un día hablo mal de él y al otro no, solo por despistar, pero al siguiente sí y así sucesivamente, como si fuera algo visceral. Será que no nos damos cuenta los periodistas de verdad de que se pierde la credibilidad y que la audiencia que cada día es más exigente ve cómo se delatan los comunicadores y no tragan entero.
La misión es construir país y a eso le debemos apuntar. Y qué mejor que comenzar por nosotros, los comunicadores sociales y periodistas reales y, por qué no, los que se han adherido a esta bella profesión sin serlo, porque no es mejor aquel que se “caga en el buen nombre de otros”, sino el que con ética, honestidad, investigación sustentada y verdad es capaz de destapar las ollas más podridas del país y poner en su sitio al que sea necesario.
No perdamos la batalla. Rescatemos nuestro bien versado nombre de periodistas, revivamos ese cuarto poder con el que tanto amor nos titularon, y no dejemos nuestra profesión solo en juzgadores y generadores de odios y agresión sin dolor.