La depresión es algo serio, una enfermedad que ha sido subestimada en el país. Si un niño en Colombia le dice a su papá que no quiere ir al colegio porque se siente triste lo más seguro es que agarre un leño y se lo parta en la espalda. Si el papá está realmente preocupado no busca a un sicólogo sino a un pastor para que le exorcice, con agua bendita, todos los demonios que lo poseen. Por eso no voy a entrar a considerar qué tan triste esté Balvin. Lo que me molesta –y mucho- es que quiera chantajearnos con una enfermedad que reviste la máxima atención.
Hay cosas que sabemos de Balvin y la sabemos por las letras que escribe. Sabemos que es un machista, un racista, Perra, tanto la letra como su video, es toda una declaración de principios. Sabemos, por su última canción, que el tipo hace muchas obras de caridad pero que nunca las exhibe, ni las dice. Si es tan modesto ¿Por qué incluye todas las cosas buenas que hace en sus canciones? ¿Por qué se vende como un santo? Pero lo más aberrante es su exhibicionismo descarado.
En un país donde la gente pasa hambre es una infamia lucir en las calles de Medellin un Lamborghini o, peor aún, mandar a hacer un reloj de tres millones de dólares y publicarlo y mostrarlo como si fuera la propia bendecida y afortunada. Por eso, cuesta creer que un señor que se limpia las lágrimas de la depresión con un fajo de billetes de 100 dólares pueda sentir la tristeza, la ansiedad, la desesperanza de un papá en La Guajira que no pueda tener nada que llevarle a sus hijos de almuerzo.