Una autoridad sobre el inframundo bogotano y colombiano es el antropólogo Esteban Cruz Niño. En su obra, El libro negro de la brujería en Colombia, descubre costumbres escabrosas de Bogotá, como la manteca de muerto que venden en el centro de la capital, los entierros para efectuar sortilegios (hechizos) en el Cementerio Central o un lugar maravilloso, precioso, en la salida de Bogotá por la Autopista norte donde se erige un castillo que suscita la curiosidad de quien lo ve. Esta es la historia de uno de los lugares más embrujados de Bogotá.
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Juan Camilo Zapata era uno de los hombres de confianza en Bogotá de Pablo Escobar Gaviria. Manejaba el tráfico de cocaína en todo el centro del país. Su misión era proveer de sustancias químicas a Gonzalo Rodríguez Gacha, alias ‘El Mexicano’ y ocupar un lugar cómodo, pero de perfil bajo en la organización. Ganando, eso sí, millones de dólares por semana con su negocio.
Sin embargo, a El Brujo, como le decían al mafioso por su interés en lo esotérico, los nervios empezaron a fallarle cuando en 1988, después de pagar cinco mil millones de la época, se quedó con la casa Marroquín, un castillo construido en 1898 por Lorenzo Marroquín Osorio, hijo de José Manuel, entonces Presidente de la República.
Zapata no sabía que pisaba tierra maldita. En las amplias salas se dieron las reuniones que en 1903 desembocaron en la pérdida del territorio colombiano cedido por 30 millones de dólares a Panamá. En los años veinte, el castillo quedó abandonado. En 1952, un oncólogo llamado Roberto Restrepo lo compró. Restauró sus pisos y le metió energía eléctrica a esta imitación de una construcción medieval.
Intentó llenar de alegría el lugar haciendo fiestas con potentes orquestas, pero nada pudo limpiar el beso del demonio y, de un infarto y a los 46 años, en la habitación principal, el médico dejó este mundo. Cinco años después, otro doctor, Francisco Gómez, construyó una clínica de reposo en ese lugar. Funcionó solo seis meses: dos de las pacientes se suicidaron y el doctor Gómez terminó colgando del picaporte de su puerta.
Después de los suicidios, la clínica cerró y entonces se convirtió en un cabaret. Su dueño, de apellido Carrizosa, murió súbitamente en 1964. En 1970, un petrolero venezolano, llamado Guillermo Villasmil la compró, construyó un pequeño lago que llenó de flamencos rosados y caballos de paso fino y purasangres en sus pesebreras. Allí, por ejemplo, pastó y se crió el famoso Tupac Amarú, un corcel purasangre de dos millones de dólares que el capo Rodríguez Gacha cuidaba como lo hizo Calígula con su amado caballo Cónsul.
Uno de los socios de ‘El Mexicano’ se quedó con la propiedad. Era Camilo Zapata, mejor conocido en los bajos fondos como El Brujo. Le decían así a este experto en contrabandear los insumos con los que se produce la cocaína. Estaba ‘rezado’, ninguna bala le entraba en el cuerpo, ningún grupo de búsqueda de la policía podía detectarlo. Por eso, en solo ocho años, penetró 180 compañías de diversa razón social para lavar dinero producto de los embarques de cocaína al exterior.
Cuando el Ejército mató a Rodríguez Gacha en diciembre de 1989, el cerco se cerró sobre Zapata. Paranoico, pensó que sus 20 empleados que trabajaban en el Castillo Marroquín, eran soplones. Aupado por Alicia, su pitonisa personal, los fue matando uno a uno en las caballerizas del castillo. A todos, los mató. Tres años después, en 1992, cuando estaba en los Llanos Orientales, mataron al Capo. Era el sexto dueño del castillo que había muerto en circunstancias inusuales.
La maldición parece que se ha limpiado con el tiempo. En los últimos años, el Castillo Marroquín pasó a estupefacientes y ahí abrieron un próspero negocio con dos restaurantes y un lago artificial. Ya nadie ve a la ‘Zancona’, la temible sombra de una mujer que no paraba de llorar y al feto que se arrastraba por las paredes del ático. Nadie sabe quién exorcizó la maldición.