En foro reciente el escritor Héctor Abad Facio-Lince afirmó que “a las víctimas les importa más la verdad que los victimarios vayan a la cárcel”. Abad tiene derecho a hablar por sí propio pero no a declararse vocero de oficio de todas las víctimas que en Colombia y el mundo han sido. Para proferir así verdades supuestas que están lejos de serlo.
Su afirmación subjetiva y unilateral, con pretensiones de axioma, se encuentra contradicha por decenas de estudios y análisis criminológicos que sirvieron de base a la construcción de la justicia penal internacional, en el marco de la ONU, en la década de los 90. También por un volumen grande de trabajos hechos durante los últimos veinte años.
En uno de los textos fundamentales de sociología universal, Emile Durkheim [Les règles de la méthode sociologique, 1895] hace la afirmación de que “todo crimen es normal” porque “es imposible para cualquier sociedad que su ocurrencia deje de existir”. Es finalmente la definición de conducta definitivamente desviada lo que permite dibujar la línea divisoria entre corrección e incorrección y vivir dentro de parámetros compartidos.
El fallecido académico y senador estadounidense Daniel Patrick Moynihan escribió en 1994 un ensayo que golpeó al establecimiento de su país. Titulado, “Defining Deviancy Down” [´redefiniendo y reduciendo el concepto de desviación´, podría traducirse el sucinto pero sugestivo título] la conclusión a la cual arriba Moynihan es inequívoca: Estados Unidos y el mundo en general vienen comprimiendo paulatina pero progresivamente la noción de delito.
La cantidad y características de conductas desviadas que sirven de base a los tipos penales podría suponerse constante a través del tiempo. Sin embargo, no es así. En principio, es hecho lógico evidente que el número de desviaciones que son captadas por una comunidad se encuentra limitada por los instrumentos de detección utilizados para diagnosticarlas y manejarlas. De esta manera, las tasas de desviación son función del tamaño y complejidad de sus aparatos de control socio-judicial.
Las agencias de control —llámense Fiscalía, Policía u otros— definen su trabajo en términos de salvaguarda de desvíos dentro de límites demarcados, antes que pretender su utópica e imposible eliminación. Muchos jueces asumen que castigos severos son el mejor dispositivo de disuasión de cara a la realidad probada de que ninguna sociedad estuvo ni estará nunca libre de crimen. Hecho aceptado en la sociología tradicional y moderna.
El profesor Moynihan [prefirió siempre este título al de senador] escribe en su ensayo polémico que en ciertos puntos de su decurso algunas sociedades deciden no advertir conductas que de otra manera estarían sujetas al control, desaprobación o castigo de la comunidad.
Aquí nace la ´redefinición del desvío social´ y conducta estigmatizada previamente se eleva tranquila y silenciosamente a categorías normales.
Esto ha ocurrido con el consumo de estupefacientes en varios países del mundo, Colombia incluida. También con el aborto. Se trata de cierta tendencia normalizadora donde van también adentro los bajísimos índices de reporte o denuncia de delitos domésticos y violencia intrafamiliar, como consta en estadísticas de la Policía Nacional de Colombia. El mundo posmoderno tiende a enfatizar la dinámica de conductas delictuales restringidas, como las ve la escuela criminológica crítica.
El acuerdo de justicia nacido entre el gobierno del presidente Santos y las Farc
redefine hacia abajo –no hacia arriba-
los llamados crímenes supremos contra la humanidad y las leyes de la guerra
El acuerdo de justicia nacido entre el gobierno del presidente Santos y las Farc redefine hacia abajo —no hacia arriba— los llamados crímenes supremos contra la humanidad y las leyes de la guerra. Subsumidos en el acápite etéreo de crimen político varios delitos se cubren del manto amable de la creencia ideológica. Este ha sido el gran triunfo de los abogados defensores de las Farc, Álvaro Leyva Durán y Enrique Santiago, quienes han vendido su creación como el precio que la sociedad colombiana debe pagar por la paz.
Durkheim, citado por Moynihan, afirmó que “no hay nada deseable sobre el dolor humano”. Pero el dolor, dice Moynihan —sociólogo connotado— es ante todo señal de advertencia. Individual o social. Sociedades —concluye él—- en estado de nerviosismo extremo, tal como ocurre con los individuos, recurren a pastillas fuertes y adictivas para el dolor. Es decir, medicamentos que escondan y eviten ver el daño actual. Por esta vía se alivia el dolor físico individual. En nivel social, se trivializa el crimen y se contribuye al declive manifiesto del orden cívico y social.
Es este el obsequio que se le ha dado a Colombia con el tal acuerdo de justicia. El despertar agónico llegará, tarde o temprano, cuando una sociedad más madura y reflexiva comprenda las consecuencias de la terapéutica equivocada que se viene acogiendo.
Las víctimas, dentro de contextos analíticos académicos serios y consistentes, si ganan con el castigo en contra de las admoniciones de Abad.
El castigo a los culpables es la principal motivación que subyace en sentencias punitivas, según el estudio más definitivo sobre el tema en tiempos recientes. Llevado a cabo por los profesores e investigadores Monica Gerber y Jonathan Jackson, del London School of Economics & Political Science este trabajo antológico reclama la inmensa confusión moderna que se ha lanzado sobre el acto de castigar.
El castigo puede ser evaluado como venganza social [a través del padecimiento que entrañan las penas intramurales] —expresión abominada por ciertos posmodernos— o castigo merecido [en el sentido de compensación económica proporcional del victimario a la víctima]. Gerber y Jackson adelantan su muestreo en un estudio longitudinal que incluye víctimas de distintos delitos.
Los resultados que aportan Gerber y Jackson son inequívocos: las dos dimensiones son fundamentales para las víctimas. El castigo sirve función disuasiva social dentro de las cortes penales. Proporcionalidad y compensación justa atenúan el deseo individual de venganza —que se prueba estudio tras estudio— y acortan los términos de saneamiento.
Las víctimas no pueden ser sojuzgadas por vía de frases fáciles como la pronunciada por el novelista Abad. Los estudios criminológicos lo dicen patentemente: a las víctimas si les importa que los victimarios sean privados de la libertad. La literatura científica que corrobora este aserto es abundante. Y a las víctimas les sirve ser compensadas financieramente. Estos propósitos cumplen paralelamente una función social singular.
El castigo en Colombia no guarda nociones de exactitud,
propiedad, proporcionalidad o justicia
El castigo en Colombia no guarda nociones de exactitud, propiedad, proporcionalidad o justicia. Lo que hace el acuerdo de justicia celebrado en La Habana es bajar aún más el umbral a la línea divisoria entre conducta legal e ilegal y lanzar un vaho conceptual sobre lo que está bien y está mal. Se trata entonces de apreciar intergeneracionalmente el juicio de un acuerdo de justicia para el cual los delitos contra la humanidad, que han sido sancionados con cárcel entre muros, inequívocos e ineludibles, desde hace casi 70 años, empezando con los tribunales de Nuremburgo y Tokio, por vez primera –en nuestra tierra- dejan de ser graves. Por la circunstancia simple de que no reciben privación efectiva de la libertad.
Abad no tiene que pedir que no se humille más a los del No. Hace tiempo el escritor parece haber olvidado los derechos tangibles de las víctimas, en cuyo nombre debería exigir más. Tampoco, por lo demás, es él la única víctima. Somos muchas familias colombianas que hemos padecido los desmanes de estos terroristas u otros a través de sus extorsiones, secuestros y amenazas. En mi caso, me importa la función social del castigo pues encuentro saludable que las Farc entren a la sana competencia política. Una vez hayan pagado sus crímenes declive manifiesto del orden cívico y colectivo en general.
La ceremonia del castigo, en el corto plazo, genera solidaridad social.
En el largo, construye esas aristas tenues en principio, fuertes después
que señalan las líneas sociales del bien y del mal
Porque no se trata de venganza simple sino de aquél ritual de acciones ceremoniales —así escribe Randall Collins, también citado por Moynihan—, que unen los grupos, aguzan sus emociones y centran sus miembros en los símbolos de su pertenencia mutua. La ceremonia del castigo, en el corto plazo, genera solidaridad social. En el largo, construye esas aristas tenues en principio, fuertes después, que señalan las líneas sociales del bien y del mal.
Lo que no hace el acuerdo de justicia de Álvaro Leyva Durán y Enrique Santiago. Y detestan oír los atizadores posmodernos de hogueras temibles.
Parabienes
- Por la espléndida nueva novela de María Clara Ospina
- Por la nueva Vice Defensora del Pueblo María Clara Jaramillo
- Por la nueva presentadora de Red Noticias Sandra Borda
En los tres casos, profesionalismo e inteligencia en acción