Publicada originalmente en Gatopardo
Cinco minutos antes de morir, René Favaloro se puso la pijama, caminó unos pasos hasta el comedor y dejó siete sobres blancos sobre la mesa: una carta para su secretaria privada, Diana Truden, cuarenta y seis años menor que él, con quien estaba a punto de casarse, y otras a nombre de sus sobrinos, sus amigos de la infancia, "las autoridades competentes" y su empleada doméstica, Ramona Giménez, a quien agradecía por los años de servicio y dejaba una carta de recomendación.
Eran las primeras horas de la tarde del sábado 29 de julio del año 2000 cuando en su departamento de Palermo, un barrio de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, fue hasta el baño, cerró la puerta y dejó una nota pegada en el espejo. A esa hora, en el escritorio del entonces presidente de la nación, Fernando de la Rúa, había otra carta que nadie llegaría a leer a tiempo. El cirujano que había desarrollado la técnica del bypass aortocoronario, que sólo en Estados Unidos salva setecientas mil vidas por año, estaba a punto de apretar el gatillo del revólver calibre treinta y ocho que apuntaba a su corazón.
—Cuando murió René estábamos todos en mi casa. Nos llamó un político ofreciéndonos un cajón presidencial con una gran bandera y hacerse cargo de la Fundación —dice Roberto Favaloro—. Y lo mandamos a la puta que lo parió.
La puteada del sobrino de René Favaloro retumba en el silencio de su oficina. Roberto es el director de la Fundación Favaloro, uno de los centros médicos más avanzados de Argentina y Latinoamérica, donde cada año se atiende a medio millón de pacientes y se realizan alrededor de tres mil cirugías coronarias y trasplantes cardiacos, de médula ósea, pulmonares, hepáticos y renales. Roberto ocupa el lugar que perteneció a su tío desde la creación de la Fundación, en 1975, hasta el día de su muerte. Algunos médicos y familiares aseguran que él era la debilidad de René: el hijo que nunca tuvo.
—René fue hasta el último día como mi padre —dice Roberto mientras deja deslizar su cuerpo por el respaldo del sillón.
A primera vista, el parecido con su tío resulta asombroso: tiene el mismo cabello blanco y tupido, lleva siempre el ceño fruncido y la misma expresión de eterna amargura.
—Creo que René sabía cuál sería su final, aunque era como Don Quijote y quizá sentía que podía seguir luchando.
Habla pausado, con oraciones cortas, y dice que nunca escuchó que su tío mencionara la posibilidad de suicidarse, que siempre se manifestaba a favor de la vida. Por eso, en un primer momento, la familia pensó que podía tratarse de un homicidio y tardaron quince días en cremarlo.
—Los valores que tenía René eran peligrosos: honestidad y pasión hoy son términos subversivos.
René Favaloro tenía siempre el ceño fruncido y la mirada de quien atraviesa un vendaval, la mandíbula cuadrada, los pómulos bajos, el cabello cano —peinado prolijamente hacia atrás—, el gesto de amargura. Había nacido el 12 de julio de 1923 en un barrio humilde de empleados de la industria frigorífica de la ciudad de La Plata, El Mondongo, cincuenta y cinco kilómetros al sur de la ciudad de Buenos Aires. Su padre, Juan Bautista Favaloro —ebanista—, le enseñó desde muy pequeño las técnicas para trabajar la madera, y durante las vacaciones de verano pasaba horas con su hermano Juan José, tres años menor, haciendo artesanías en el taller familiar donde, a pesar de las necesidades económicas, el arte era más importante que el dinero. La madre, Geni Ida Raffaelli —modista—, siempre contaba que a los cinco años René acompañaba a su tío doctor, Arturo Cándido Favaloro —el único con educación universitaria en una familia de inmigrantes sicilianos—, durante las visitas domiciliarias a los pacientes, y decía que él también sería médico. Cuando caía la noche, le gustaba vagar por los bosques y las plazas. "Tuve tiempo de corretear y robar los primeros besos furtivos entre las sombras nocheras de los amores chiquilines y conocer después a esa mujer que el hombre encuentra en su juventud, con la que transita los caminos del amor total y siente hasta el tuétano, por primera vez, la marca del sexo", escribió en Recuerdos de un médico rural (Torres Agüero Editor, 1980). Eso habrá sentido en el colegio secundario cuando se enamoró de una compañera de aula, María Antonia Delgado —Tony—, e iniciaron un noviazgo intenso.
Su deseo de niño empezó a cumplirse en 1941: se inscribió en la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de La Plata y ya en primer año pensaba que con un poco de esfuerzo podía ser el mejor de la clase.
La consagración como cirujano en Estados Unidos, el aporte a la Medicina con el desarrollo del bypass, la decisión de renunciar a ingresos millonarios para volver a su país y crear un centro de avanzada que estuviera al nivel de los mejores del mundo pero al alcance de toda la comunidad, sus denuncias contra los manejos del sistema de pagos de las obras sociales y finalmente su suicidio hicieron de René Favaloro una víctima emblemática de la corrupción política argentina de la última década del siglo pasado.
Durante mucho tiempo, Favaloro fue el personaje que todos los políticos argentinos querían tener a su lado en la foto. Varios candidatos a la presidencia intentaron tenerlo como compañero de fórmula. Cuatro presidentes le ofrecieron el cargo de ministro de Salud. Y aunque haya muerto hace más de una década, en algunas encuestas que se realizaron en Argentina para medir el nivel de honestidad de celebridades, su nombre aparece por encima del de la Madre Teresa, Mahatma Gandhi y Nelson Mandela. En un concurso televisivo que buscaba al representante del "gen argentino", recibió más votos que Diego Armando Maradona y el Che Guevara. Más de cuatrocientas mil personas dijeron que les gustaba la página de Facebook que alguien creó con su nombre, y todos los días le escriben mensajes como estos: "Grandes ideales, perseverancia, gran capacidad de lucha, sabiduría y nobleza: siempre lo han distinguido. Por eso su paso por la vida ha dejado huellas". "Doctor, cuánta falta nos hace hoy usted que fue uno de los últimos patriotas".
En 1950, en Jacinto Arauz, un pueblo humilde de un poco más de mil habitantes en la zona más desértica de La Pampa, seiscientos kilómetros al oeste de Buenos Aires, el único médico que había, Dardo Rachou Vega, se enfermó y tuvo que abandonar el lugar para realizarse un tratamiento en Buenos Aires. El tío de René Favaloro, antiguo poblador de la zona, pensó en su sobrino que recién había terminado los estudios universitarios y le ofreció el trabajo por tres meses. En Buenos Aires, Favaloro pensó que los tres meses pasarían rápido y que ser médico rural sería una buena oportunidad para sumar experiencia. Una tarde de mayo de 1950 partió con una valija y algunas pertenencias. Y al poco tiempo empezó a reorganizar el sistema de salud del pueblo. Enseñó a las comadronas que asistían los partos a hervir los hilos y a utilizar alcohol para desinfectar las heridas, y logró bajar la mortalidad infantil. Tomó muestras de sangre a todos los habitantes, armó una lista clasificada por tipo y factor y creó un banco de sangre viviente —formado por potenciales donantes— disponible las veinticuatro horas. Cuando había una cirugía programada, se comunicaba con los que tenían el mismo grupo y factor que el paciente y los mantenía en alerta. Cumplidos los tres meses, el doctor Rachou volvió a Arauz y le ofreció a Favaloro continuar en el pueblo. Favaloro viajó a La Plata para casarse con su novia Antonia y, al final de la luna de miel, se instaló definitivamente en Jacinto Arauz. El hermano, Juan José, que se había recibido de médico en La Plata, siguió sus pasos y se sumó al equipo de trabajo.
Publicada originalmente en Gatopardo