Comienza un año que seguramente será decisivo para el futuro de nuestro descuadernado país. Como era de esperarse, nadie quedó satisfecho con el incremento del salario mínimo, el cual como siempre fue tomado como una patente de corso por productores y comerciantes, quienes descaradamente aplican como mínimo el mismo porcentaje de incremento a sus productos y servicios, como si todos los otros costos también se hubiesen aumentado igualmente. Así ha funcionado nuestra economía desde hace años, erosionando el poder adquisitivo de todos, no solo de quienes devengan el mínimo; mientras se alejan las posibilidades de una verdadera mejora en la calidad de vida. Esta solo ocurre en los comunicados oficiales.
Este año los colombianos deberemos encarar con la seriedad que amerita nuestra responsabilidad de corregir el rumbo. Debemos volver a la democracia; a un estado de cosas que nos aleje de la terrible situación que viven nuestros vecinos, como consecuencia de la desastrosa concepción del Estado que allá tratan de imponer unos cuantos rufianes disfrazados de revolucionarios; aprovechándose de un pueblo de corazón tibio que lentamente va entregándose en brazos de un sistema siniestro, que busca convertir a los ciudadanos en mendigos de las limosnas que un aparato burocrático voraz, corrupto e inepto quieren hacerles aceptar como la única forma de vida. Veamos tres casos, observados durante una reciente visita a la frontera con nuestro vecino del oriente.
La revuelta callejera por el incumplimiento del gobierno de entregar un pernil de Navidad a cada familia no llegó a los niveles de las protestas callejeras de 2017, pero sí hizo evidente que ya la gente encuentra más fácil pedir que trabajar y ganar para comprar sin esperar regalos de nadie. Enorme trampa socialista, que busca a punta de escasez y de hambre socavar el orgullo y la laboriosidad de toda una población. Una vez el hambre los venza, no habrá manera de regresar a la economía de mercado, en la que el esfuerzo, el estudio, el trabajo y el emprendimiento pueden, no siempre pero pueden, abrir las puertas de progreso a todos por igual.
En un acto de burdo populismo, el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela obsequia, obvio solo a quienes han tramitado previamente el vergonzoso carnet de la patria (ese documento que te certifica como leal al régimen) un mercado con algunos productos básicos. Pero, ¿qué hacen muchos de los venezolanos que lo reciben? Cruzan la frontera para vender ese mercado en Colombia, por el que reciben unos doscientos mil pesos colombianos. Una verdadera fortuna cuando se convierte en bolívares en donde el salario mínimo con las alzas trimestrales que regala el gobierno, no llega a nueve dólares.
Con ese dinero compran algunas mercancías colombianas para negociar en el floreciente mercado negro de su país, verdadero paraíso para los negocios torcidos, las coimas y las componendas. Y el ignorante gorila de La Carlota (o de Tiuna), acusa a las mafias del contrabando de desabastecer a su pueblo. Hace rato que no acusa a Uribe. No tiene por qué saber, porque poco sabe de Economía, que las asimetrías en las condiciones económicas en zonas de frontera, irremediablemente se balancearán por las interacciones de los habitantes de cada lado, ideología o no ideología de por medio.
Con el dinero de la venta compran algunas mercancías colombianas
para negociar en el floreciente mercado negro de su país,
verdadero paraíso para los negocios torcidos, las coimas y las componendas
Esta última no la presencié, pero me fue referida por un pequeño ganadero, sin carnet de la patria que mostrar, a quien le han sacrificado y descuartizado 4 de sus 9 vacas, las cuales son muertas y desmembradas en sus mismos potreros por personas que se movilizan en motos, no se sabe si presas del hambre o consumidos por el fanatismo.
Ese es el panorama que le espera a un país y a sus gentes, cuando el fanatismo y el populismo desplazan a las ideas y a la planeación. Mienten y lo saben quienes simplifican el problema diciendo que la derecha quiere acabar con el proceso de paz, echar para atrás los logros de la democracia. No es tan sencillo. Lo que debemos impedir es el fin de nuestra imperfecta pero más deseable institucionalidad.