El Caribe y su otra pandemia

El Caribe y su otra pandemia

La gente de esta zona ha sido excluida y avasallada por los tentáculos de las “fuerzas vivas”, que los han marginado y engañado con la promesa del progreso social

Por: EDINSON PEDROZA DORIA
julio 01, 2020
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El Caribe y su otra pandemia
Foto: Twitter @alcaldiabquilla

¿Cómo se les pide a las gentes de los barrios populares que permanezcan por largo tiempo en sus casas, en condiciones de hacinamiento, con pocos espacios, viviendo dos y hasta tres familias y sin un trabajo formal, y teniendo que salir diariamente al rebusque para alimentar a sus familias? ¿ Tienen argumentos sólidos aquellos que critican desde la comodidad de sus hogares, con ingresos suficientes y condiciones suntuosas para decirles a esas personas, “al populacho“, que no pueden salir a hacer higiene mental o refrescarse ante el calor inclemente, cuando las empresas de energía y de agua les quitan los servicios tres o cuatro veces a la semana? ¿ Y los protocolos de salubridad y bioseguridad, la disciplina y el distanciamiento social cómo se aplican en unas comunidades que comparten la integración social bailando, tomando frías, conversando y discutiendo mientras la bulla ensordecedora de los sonidos los concita al disfrute de la vida, porque es la única forma de socialización que tienen? ¿Dónde y a quién acudir ante los problemas emocionales, consecuencia del desespero y la incertidumbre del presente y el futuro? ¿Habrá que recordar que tanto el cuerpo como la mente se enferman por el sedentarismo y el encierro?

Las anteriores son preguntas que, realmente, deberían responder quienes creen que ha habido educación ciudadana a un pueblo marginado y estigmatizado como el nuestro, cuya única formación escolar es brindada en condiciones de pobreza y abandono estatal. Estos seres que habitan en zonas de alto riesgo, en condiciones infrahumanas e insalubres, en cambuches de zinc y cartón, que solo miran la oportunidad de sobrevivir en su pobreza haciendo, en el peor de los casos, acciones indebidas por fuera de la ley, son los que incrementan las estadísticas de muertos no solo por la pandemia, sino también por la violencia social. En fin, unos seres excluidos y avasallados por los tentáculos de las “fuerzas vivas”, que los han marginado y engañado con la promesa del progreso social. Esa es la realidad de la otra pandemia sufrida durante dos o más siglos.

Entonces, estas gentes de estos barrios, a raíz de la llegada de la pandemia de coronavirus, el COVID-19, han hecho evidente muchas de las grandes vicisitudes por las cuales atraviesan los pueblos del Caribe y el Pacífico colombiano. Entre estas problemáticas, la estigmatización o el prejuicio de que se merecen ese destino por su mal vivir y actuar. Están signados por un presente y un futuro aciagos. Tal vez por eso se rebelan incumpliendo normas impuestas sin mirar consecuencias, muchas de las veces siendo intolerantes y violentos ante la pérdida de algún familiar. Quieren ser libres y se burlan de la muerte así mueran en esa rebeldía.

En los últimas días, la prensa hablada, escrita y televisiva, así como las redes sociales, se han ensañado con las gentes de ciudades de la costa en general y, de Barranquilla y Cartagena en particular, porque muchas de éstas no acatan los protocolos y normas señalados por los gobiernos, nacional y municipales, durante el confinamiento. Según éstos, son personas “incultas y mal educadas” que merecen el señalamiento y la lapidación social.

Por lo anterior y sin justificar ese mal comportamiento no se puede soslayar el porqué de esas conductas sin analizar los problemas intrínsecos y subyacentes relacionados con políticas económicas, sociales, culturales y educativas aplicadas por los gobiernos nacionales a través de administraciones anteriores. Esos constructos que laten desde hace tiempo en el imaginario de muchos interioranos han permeado las percepciones que se tiene de hombres y mujeres caribeños desde hace muchísimo tiempo atrás. El Caribe y sus gentes han sido vistos como un apéndice más, como territorio lleno de negros, indios y mulatos tomadores de ron y jugadores de dominó. Pueblos y ciudades inmersos en una corrupción provocada por caciques y gamonales oportunistas que han usufructuado desde tiempos inmemoriales los pocos recursos que el gobierno central destina a estas tierras calurosas e infestadas de miasmas marinos.

Se reitera una y otra vez que la música, el baile y el consumo de licores han sido la constante en los cien o más días de cuarentena. Esas son las únicas imágenes que presentan y también es la única explicación que intentan presentar ante los ojos de la sociedad en general para señalar la descomposición social de las gentes del Caribe. Sin llegar a aceptar ese comportamiento, muchas veces, y llevado por algunas erróneas percepciones, le achacaba la culpa de ese número de infectados y fallecidos a esa forma tan carnavelera de nuestra idiosincrasia. Me dejé llevar por el sesgo de la información y desdije de esas actitudes Pero, estudiando un poco nuestra historia y analizando los discursos configurados durante siglos sobre la nación colombiana, me he puesto a reflexionar de que todo ha sido una cadena de respuestas de un pueblo caribeño abandonado, despreciado y saqueado, que hipocríticamente es importante cuando de elecciones se trata.

La estigmatización de quienes administran y controlan los medios impone la idea de que las personas del Caribe colombiano sufren las consecuencias de este flagelo universal por no tener educación ni cultura ciudadanas bien desarrolladas como si la tienen los del interior. Sin embargo, esa percepción que se tiene de hombres y mujeres del caribe no es nueva. Desde hace siglos se tiene el prejuicio de que en estos lares lo único que existe son seres libidinosos y perezosos que no les importa la educación ni el orden, pues llevan en su sangre los genes de la inferioridad como seres humanos y en ellos pervive el desorden y "la recocha".

En su ensayo El ilustrado Francisco José de Caldas y la creación de una imagen de la nación, el profesor Alfonso Múnera plantea, como si fuera una radiografía, la realidad que la historiografía colombiana ha ocultado por muchos años y no desea dar a conocer. Ocultamiento que muchos de los intelectuales, salvo contadas excepciones, desconocen y asienten la visión centralista que siempre nos ha direccionado y mancillado como cultura y como pueblo. Expresa el profesor, en una entrevista a la Silla Caribe lo siguiente “Las epidemias no actúan en un vacío sino en un contexto social de condiciones de vida muy desfavorables, probablemente acompañadas de decaimiento anímico, de angustia —exteriorizada aún de maneras contradictorias como podrían ser las fiestas en algunos casos—, que pueden redundar además en defensas bajas en el organismo“.

Asimismo, señala que ese discurso excluyente, iniciado por Francisco José de Caldas, “tomó forma, pues, una de las construcciones teóricas de más profundo arraigo en el imaginario colectivo de la república: la demonización de las tierras costeras y ardientes, su imagen de regiones fronteras, de geografías pestilentes y habitadas por seres inferiores, caló hondo en el alma de la nación decimonónica y fortaleció el discurso hegemónico andino“. Es decir, se marcó desde ese entonces, porque lo decía un criollo intelectual, el sendero por donde iba a transcurrir la exclusión de las costas colombianas. Se signó el cauce por donde iban a correr las políticas partidistas y centralistas de desprecio y negación para nuestros pueblos caribeños por el solo hecho de ser mulatos, negros e indios nacidos a la orilla del mar.

El mismo profesor Múnera expresa que el cartagenero José Ignacio de Pombo: "Estaba convencido de que la región solo se podía civilizar fomentando la disminución de la población de negros e indígenas, a los cuales señalaba como seres peligrosos y ajenos al progreso, a los que había que mezclar y educar para conducirlos a la civilización". O sea, así como sucede ahora en los barrios populares de estas urbes caribeñas, a los habitantes se les estimagatiza y señala como desobedientes a quienes hay que reprimir a como dé lugar. “Ellos son solo mamadores de ron”, dijo algún parásito de la politiquería.

Finalmente, parafraseando al profesor Múnera, esas imágenes que niegan la importancia de hombres y mujeres del Caribe y el Pacífico siguen influyendo sobre los destinos de la cultura nacional. No obstante, “una fuerza vigorosa de reafirmación de la identidad desde abajo, desde lo popular, ha traído a la escena con vigor inusitado la herencia afroamericana de los pueblos costeros”. Surge, desde sus raíces ancestrales una fuerza profunda para traspasar ese imaginario que la historia nacional desconoce y que le adeuda a nuestras regiones costeras, provocando una toma de conciencia y rebeldía para que al Caribe, en este caso, se le dé su importancia en el desarrollo y configuración de nuestra nación.

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