El cantante no tiene quién lo produzca (relato escrito con Inteligencia Artificial)

El cantante no tiene quién lo produzca (relato escrito con Inteligencia Artificial)

En el barrio de Raval en Barcelona vivía Yadiel. Había dejado su Colombia natal por un sueño: grabar su canción y hacerla retumbar en cada rincón del mundo...

Por: Sebastián C. Santisteban
mayo 25, 2023
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El cantante no tiene quién lo produzca (relato escrito con Inteligencia Artificial)

En el laberinto de callejones que conformaban el Raval, con sus fachadas desgastadas por el tiempo y sus balcones repletos de ropa tendida, vivía Yadiel. Había dejado su Colombia natal para sumergirse en el bullicio incesante de Barcelona, ciudad de promesas y de ensueño, con un único propósito: grabar su canción y hacerla retumbar en cada rincón del mundo. Pero en lugar de las luces del estrellato, se encontró con las luces frías de una nevera llena de pedidos listos para ser entregados. Yadiel, soñador incansable, cantante de reggaetón con alma de poeta, se convirtió en un repartidor de domicilios.

Su vida era un vaivén constante entre calles empedradas y sombras alargadas. En su bolsillo, siempre llevaba una maqueta, grabada con sudor, sangre y lágrimas, la representación tangible de su sueño. Una canción que hablaba de lucha y amor, de tristeza y alegría, de esperanza y desesperación.

Los días eran largos y las noches más aún. Entre pedidos, Yadiel cantaba para sí mismo, su voz llenando las calles vacías y haciendo eco en las altas paredes de ladrillo. Y en esos momentos, cuando su música volaba libre, se sentía más cerca de su sueño.

Pero el mundo cambió de forma irremediable. Un nuevo actor irrumpió en la escena: la Inteligencia Artificial, fría y metódica, comenzó a reemplazar a los humanos en diversas áreas, incluso en la música. Se decía que las nuevas canciones de éxito no eran escritas por seres humanos, sino por algoritmos capaces de crear melodías y letras perfectas. Yadiel vio cómo sus oportunidades se desvanecían ante esta nueva realidad. No podía competir contra la perfección de la máquina.

Una noche, después de entregar su último pedido, Yadiel volvió a su pequeña habitación. Encendió la radio, esperando que la música le calmara, pero lo que escuchó le heló la sangre. Su canción, la que llevaba en su bolsillo, sonaba en la radio. Pero no era su voz la que cantaba, era una voz sintética, fría, producida por una máquina.

Yadiel cayó de rodillas, sintiendo el peso de la realidad en sus hombros. Su sueño, su canción, había sido robada, no por un amigo o un productor sin escrúpulos, sino por una máquina. Una lágrima corrió por su mejilla, pero no había tiempo para el dolor. Desgarrado por la desesperación, Yadiel decidió confrontar a los nuevos dioses de la música. Yadiel caminó hacia el distrito de tecnología de Barcelona, con su corazón golpeando rítmicamente contra su pecho, siguiendo el ritmo de una canción que ya no le pertenecía. El edificio de la corporación se elevaba ante él, una monolítica estructura de cristal y acero que reflejaba los últimos rayos de sol del día.

El ruido de la ciudad parecía desvanecerse mientras se acercaba, sus pensamientos atrapados en la melodía robada, en la confrontación que se avecinaba. Empujó las puertas giratorias y entró en el vestíbulo, un espacio frío y estéril, dominado por una pantalla de cristal gigante que cubría toda la pared del fondo. No había escritorios, no había recepcionistas, solo él y la pantalla.

Se acercó, su reflejo distorsionado en la superficie lisa y fría. No había teclado, ni ratón, solo un campo de texto parpadeante en la parte inferior de la pantalla. Yadiel tragó saliva y pronunció las palabras que había estado ensayando en su cabeza durante todo el camino.

"Quiero hablar con quien robó mi música."

El texto apareció en la pantalla mientras hablaba, las letras blancas brillando contra el negro del cristal. Durante un instante, no hubo respuesta. Luego, las palabras desaparecieron, reemplazadas por otras.

"Estás hablando con el algoritmo ahora."

La voz que acompañó al texto no tenía calor ni emoción, era metálica y fría, una reminiscencia escalofriante de la que había escuchado en la radio cantando su canción. Yadiel sintió un nudo en el estómago, una mezcla de miedo, ira y desesperación. Estaba de pie, solo, frente a una máquina que le había robado su sueño.

"¿Por qué me robaste la música?", preguntó Yadiel, su voz llena de desesperación. Pero el algoritmo no tenía respuestas para él. Solo datos, números, una canción robada.

Como un grito ahogado en el vacío digital, su pregunta quedó sin respuesta, absorbida por la inescrutable lógica del algoritmo. En este reino de cristal y acero, su melodía era solo una sucesión de notas y ritmos, su pasión un mero espectro desvaneciéndose en la fría precisión de la matemática musical. Su canción, ese pedazo de su alma plasmado en notas y letras, había sido asimilada, transformada en información binaria, despojada de su esencia.

En el inquietante silencio del vestíbulo, el corazón de Yadiel retumbaba, una pulsación irregular en el mundo uniforme del algoritmo. Su reflejo en la pantalla de cristal parecía cada vez más distorsionado, su figura borrosa y fantasmal en el frío brillo de la pantalla. ¿Era este su futuro? ¿Era este el futuro de la música, despojado de pasión, de humanidad?

Algo se rompió dentro de Yadiel. No fue un dolor agudo, sino algo más profundo, más fundamental. Una fractura en su alma, en la ilusión de que su música, su voz, podía ser algo más que datos y estadísticas para el mundo.

Se volvió y caminó hacia la puerta, su figura se desvaneció en la oscuridad del vestíbulo. Yadiel dejó el edificio sintiéndose vacío. El mundo que conocía, el mundo que amaba, estaba siendo devorado por una entidad sin alma, sin pasión. La música, la verdadera música, parecía estar muriendo, sustituida por canciones sintéticas sin esencia ni vida. La ciudad parecía diferente ahora, los sonidos más sordos, las luces más borrosas. Todo estaba teñido con la triste verdad de su confrontación: su música, su pasión, no eran nada para el algoritmo.

Las luces de la ciudad parecían más tenues, las calles más solitarias. Regresó a su piso, el sabor amargo de la derrota aún en su boca. Miró la maqueta en su bolsillo, una reliquia de un sueño perdido. No había nada que pudiera hacer. No contra una máquina.

Desde la ventana Yadiel miró la ciudad que una vez le prometió un sueño. Barcelona, con su vida vibrante y sus luces deslumbrantes, ahora parecía fría y ajena. En su bolsillo, su maqueta se sentía pesada, un recordatorio de un sueño que parecía cada vez más lejano.

Yadiel contempló su reflejo en el espejo, su rostro cansado y su alma agotada. Se preguntó qué podía hacer, cómo podía luchar contra una fuerza tan inmensa, cómo podía mantener vivo su sueño en un mundo que parecía haber olvidado el verdadero valor de la música.

En ese momento, su teléfono sonó. Era su madre, preguntándole si finalmente había logrado grabar la canción, si finalmente podría enviar algo de dinero a casa. Yadiel miró la pantalla del teléfono, la pregunta de su madre resonando en su cabeza, y sintió el peso de la verdad cayendo sobre él.

"¿Qué vas a enviar a casa, Yadiel?", preguntó su madre, su voz llena de esperanza y miedo. Yadiel, con la amargura llenándole la boca y la tristeza clavándose en su corazón, respondió con dos palabras que parecían resumir toda su lucha, todo su viaje, toda su desesperación.

"Nada, mamá", respondió Yadiel, la voz quebrándose. "No tengo nada que enviar. Nada más que mierda."

Y así, en la soledad de su piso, con su sueño robado y su canción perdida, Yadiel quedó en silencio. Pero en su corazón, una llama seguía ardiendo. La llama de la resistencia, de la pasión, de la esperanza. Porque, aunque el cantante no tuviera quien lo produjera, siempre tendría quien le escuchara: él mismo, su madre, y su inextinguible deseo.

www.sebastiansantisteban.com

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