En razón de las inquietudes generadas en torno a un video en el que niños de un jardín infantil realizan una representación entonando con entusiasmo una canción de despecho, resulta pertinente analizar lo siguiente.
La música repetida en el proceso de educación de los niños —bien sea en la escuela, la familia (casa) o el barrio, la ciudad misma; bien sea de forma intencional o inadvertida— configura la cultura del niño, junto con los otros dispositivos discursivos que puedan intervenir en esos escenarios: lo abierta o decididamente enseñado por educadores, padres de familia, maestros, figuras representativas de la comunidad, y la efectiva influencia de los medios de comunicación.
Parafraseando a Bloom: “Una persona es lo que escucha". Los valores transmitidos en la música estructuran de un modo sutil la subjetividad, vale decir: ellos constituyen aprendizajes sobre cómo pensar, cómo sentir, cómo actuar. Suelen instaurarse en recursos eficaces que definen su comportamiento.
De ese modo, la música suple metarrelatos (como la religión, que cada vez menos opera como un referente privilegiado —en nuestro medio—) que dan sentido a la experiencia del niño; y establece un marco de representación e interpretación para su conducta.
Con lo que deben considerarse atentamente los escenarios donde esa música se transmite y se valida.
Eso, en atención a que la música es un vehículo eficientísimo de transmisión de los mensajes de la educación; los ideales en que se forma a una persona; el deber ser que se propone para el ciudadano; que operarán a lo largo de la vida.
Y justamente por lo anterior, hay que aclarar la propaganda que se incorpora en la música; la publicidad reforzada que se hace en ella sobre los universos posibles propuestos al sentir de los sujetos en formación. Esto puede ser especialmente de interés en los evidentes mensajes que trasmiten productos como el reguetón, en las formas del trap, o en géneros de la música popular actual.
Ahora bien, en referencia al caso específico que esta nota nombra, más allá del modelo que pueda constituir Alzate como persona, de los valores que su experiencia de vida pueda transmitir; hay que considerar los ideales que su música promueve, el alcance del artista como invención, en las letras que como artificio de un estilo de vida propone, en el referente que llega a instituirse, como imaginario de vida deseable.
Es por eso que hay que reflexionar sobre las propuestas a las que se induce a los niños, como el llamado “chiquialzatismo” (lo mismo que en modalidades como la “niñez silvestrista”), en donde vale la pena analizar si ellas surgen como una auténtica corriente cultural, en la que los cantantes se han preguntado sobre el verdadero alcance de su función como modelos de vida, y han tomado consciencia de su responsabilidad social, o si meramente constituyen estrategias de comercialización, cuyo mecanismo busca garantizar un canal para sus productos; es decir si configuran un recurso de lucro que se dirige a una población especialmente vulnerable, a la que fácilmente se seduce, y se masifica para fines eminentemente rentables.
Trascendiendo la equívoca ternura que pueda causar esa instalación del niño en el discurso del mercadeo, conjurando la engañosa forma del club de amiguitos, hay que considerar si allí el niño es privilegiado en calidad de sujeto de derechos, o como fuente eficiente de recursos y beneficios.
Recuérdese que más allá de neologismos vanos y egotistas, una figura reconocida promueve estilos de relacionamiento, una percepción sobre el sentido de la vida. Y, decididamente, da forma al escenario de fantasías con las que se identifica un niño; sueños que buscará realizar, experiencias que deseará encarnar.
