De sobra sé mis apreciados aunque adoloridos y sufridos lectores, que ustedes, como yo, tampoco están para oír, ver o leer quejas: con las suyas tienen suficiente para sufrir quebrantos de salud. Y hasta les sobran. Sin embargo, como tampoco es saludable eso de andar metiendo la cabeza entre la tierra como las avestruces, que solo se enteran de que se van a morir cuando ya son semidifuntas, sería conveniente que se tomaran siete minutos del tiempo que les queda para que no lleguen a la vida eterna –o a la muerte ídem, según sus creencias— sin saber qué o quién los mató.
Solo les pido una o máximo dos gotas de comprensión, tres dosis inyectadas por vía subcutánea de aguante y siete comprimidos inodoros de paciencia (inodoro: que no huele –aclaro— para que no lo confunda con ese adminiculo maloliente y de nombre satírico que, a veces –solo a veces— tienen en los centros de desatención médica, y en el que usted seguramente pensó).
Pues bien: sucede que amanecí con un dolor de salud aterrador, espantoso, que se me ha regado por todo el cuerpo, ha contagiado a mi esposa que anda toda enjerida ella por los dolores que padece, y terminó, vía aborto clandestino, con una tía abuela –la pobre, que hacía décadas había perdido la facultad y hasta las ganas de quedar embarazada— y se ha extendido por el vecindario, la ciudad entera, al país completo (Colombia, para evitar conjeturas) e incluso más allá: “allende las fronteras”, como solía decir un viejo amigo medio poeta y seudopresidente. No es exageración, sino que así es: la infección que afecta a la salud y que es causa de enfermedades dolorosas y funestamente mortales, ya sobrepasó los linderos de la epidemia y la pandemia. Es un azote incontrolable y de proporciones bíblicas, peor que la langosta, las úlceras y las otras ocho plagas de Egipto juntas, y tan siniestro como la religión y la política en contubernio para regentar. De hecho, en algunos casos, eso es un hecho: sé de ciertos pastores asociados con otros ciertos políticos que son dueños de institutos y/o empresas prestadoras de salud (IPS y EPS), como se denominan flagrantemente en Colombia, cuando deberían llamarse empresas desfalcadoras de la salud.
Esos negocios nacieron con la ponencia favorable de un senador –que luego fue presidente por dos periodos consecutivos y ahora es otra vez senador— cuyo nombre no se me olvida aunque quisiera: Álvaro Uribe Vélez, que, asimismo impulsó otra ley que tajó cual motosierra casi todos los derechos laborales adquiridos por los trabajadores tras decenios de luchas.
Los flamantes y rentables negocios fueron repartidos en sucesivas rebatiñas entre los partidarios del repartidor –adivinen quién— quien no dejó títere sin EPS y/o IPS. Casi todos ellos –con unas pocas excepciones— tenían las manos untadas de las pegajosas mieles del narcotráfico y el paramilitarismo.
De acuerdo con informes oficiales y de prensa, varias de esas empresas se dedicaron a hacer préstamos millonarios cuyo objetivo era lavar dinero que luego era invertido en hoteles, resorts y otras instalaciones de lujo. Ah, sí, para que no se dijera que no se invertía en salud, también construyeron y pusieron en operación un hospital de siete estrellas para sus socios… en Miami. Mientras, en Colombia, los enfermos son desatendidos en hospitales públicos a los cuales las EPS deben cifras millonarias que han acabado por dar al traste con los servicios de salud.
Los negociantes de la salud también –hay que decirlo— importaron equipos médicos de la más reciente tecnología para sus laboratorios de análisis clínicos… privados. A estos son remitidos los clientes –no pacientes, clientes— de las EPS que deben pagar un valor adicional, subsidiado en parte por el gobierno. Muy visionarios ellos, y recursivos, montaron lavanderías gigantescas donde lavan la ropa de los médicos, enfermeras y personal administrativo. Ellos, a su vez, pertenecen a mal llamadas cooperativas o empresas prestadoras de servicios cuyos propietarios –que casualidad— son los mismos de las EPS. Negocio redondo.
Todo lo contrario a lo que les pasa a Obeso Mórbido Barrigón y a su esposa Diabetica Mueca Gástrica. Ellos gastan casi todo el dinero de su escaza pensión en transportes para ir de extremo a extremo de la ciudad a solicitar –y a que les nieguen—, las consultas médicas. También en medicinas costosas que les son recetadas por médicos privados costosísimos a los que acuden como último recurso cuando las enfermedades se ponen rabiosas y algún alma caritativa les presta el dinero para la consulta.
A los dos los diagnosticaron mal en la EPS a la que por fuerza están afiliados: al primero le dijeron que su problema era que comía mucho y a la segunda que lo mismo pero con azúcar, y que los dos tenían que dejar de comer y que solo tomaran agua con hojitas de sen. Al ir donde un médico privado y hacerse exámenes clínicos, resultó que don Obeso tiene un alarmante problema metabólico, además de otras dolencias. Doña Diabetica resultó con una difícil, dolorosa y muy molesta deficiencia gástrica. Al presentar las quejas respectivas ante la EPS, la superintendencia, el ministerio de Salud y la mismísima presidencia de la República, la respuesta fue un ruidoso silencio. Después de varios reclamos, la EPS respondió que bueno, que sí, y que siguiéramos tomando agua de hojas de sen, pero ahora con ibuprofeno.
Don Mórbido y doña Mueca, a pesar de todo, son afortunados: la mayoría inmensa de los afiliados –por obligación gubernamental— a las EPS no tiene para el transporte y menos aún para costearse un médico privado, así sea al fiado. De ahí que decenas de personas mueran día tras día sin haber tenido la suerte de ser vistas por un médico, o un auxiliar de enfermería, al menos. Hemos sido testigos con mi esposa y compañera de catre, del padecimiento y fallecimiento de pacientes que quedaron convertidos en clientes de las funerarias, todos cadavéricos ellos y como tan pálidos, mientras hacían cola para que alguien “por vida suyita” los atendiera en una de esas EPS.
Así, mientras los pobres enfermos pobres padecen, agonizan y mueren esperando a conseguir una cita con un médico general, la aprobación de una consulta con un especialista o de la entrega de una medicina recetada, los empresarios de la salud –tan honestos ellos y como tan tramparentes— se hartan tanto del dinero que ganan (¿roban?), que tienen que depositarlo en cuentas cifradas en bancos de las Islas Gran Caimán. Porque caimán que roba caimán siempre será un gran camaján.
¡Salud!