Entonces el exboxeador Amancio Castro me cuenta otra de sus historias insólitas: cuando él anunció que pelearía contra Kid Pambelé, su abuela, Adela Julio, tuvo una crisis nerviosa y se opuso al combate. En principio consideró la posibilidad de que Amancio resultara lastimado; luego esgrimió otra razón conocida de sobra en la familia: Kid Pambelé era su ídolo. En un mundo repleto de boxeadores —protestó—, el bruto de su nieto escogía como rival, precisamente, al que más le gustaba a ella.
En los meses previos al combate, Amancio siguió oyendo la cantilena de su abuela. Eso sí: ella no lo vio perder, como temía, porque justo el día antes del combate amaneció muerta en su propia cama. Amancio cree —y me lo dice ahora, mientras sirve dos pocillos de café— que murió del susto. Así que el dinero que le pagaron a él en aquella ocasión tan solo le alcanzó para comprar el ataúd y pagar los demás gastos del entierro.
Jamás había conocido un caso similar en el mundo del boxeo, le digo. Eso sí: a estas alturas ya no me sorprendo: llevo cuatro días oyéndole las historias más disparatadas que he oído en mi carrera de reportero.
Me pregunto —y le pregunto— si es que se ha pasado la vida protagonizando episodios asombrosos. A modo de respuesta, sonríe. Él narra todas estas rarezas sin inmutarse, con el mismo tono que utilizaría para contar algún acto insignificante de su cotidianidad.
Le digo a Amancio que los colombianos nos olvidamos de él casi desde el momento mismo en que se retiró del boxeo, en 1994. Como no fue ningún Muhammad Alí ni ningún Sugar Ray Leonard, nadie tenía por qué recordarlo más allá del ring. Supimos, cuando tocaba saberlo, que fue reconocido como campeón mundial welter junior por una de esas entidades menores creadas en los años 80 y 90: el Consejo Internacional de Boxeo. Luego perdió la corona, abandonó los cuadriláteros y, por supuesto, desapareció del horizonte. Volvimos a verlo en los telenoticieros gracias a una de esas circunstancias insólitas que han signado su vida: años después de haber colgado los guantes, desesperado porque no conseguía trabajo, ingresó a las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).
En 2006 fue uno de los dos mil quinientos hombres del Bloque Mineros que se desmovilizaron en Tarazá, municipio del Bajo Cauca antioqueño. La entrega de armas se llevó a cabo en la finca Ranchería ante un enjambre de reporteros. “Cuco” Vanoy, el comandante de ese grupo armado ilegal, acaparó la mayor parte de la información sobre el suceso. Se dijo que su lucha contra la guerrilla era fanática, que de noche masacraba y de día jugaba a socorrer a los pobres, que en Estados Unidos tenía un juicio pendiente por narcotráfico, que su bloque había matado a tres mil quinientas veintidós personas.
El otro protagonista fue Amancio Castro. Cuando los periodistas lo descubrieron entre la tropa se le arrojaron encima. Una entrevista por aquí, una foto por allá. Amancio era pura sonrisa mientras los atendía a todos. Les contaba que su apodo de combatiente era “El campeón”, les informaba que su oficio en el pelotón era cocinar, posaba frente a las cámaras con la guardia de sus mejores tiempos en el ring. Para los reporteros él representaba el toque de color en la barbarie de siempre. Lo inesperado, lo raro. Un exboxeador dicharachero con el fusil terciado al hombro venía a ser como el animal gracioso del circo, el chimpancé que salta con la lengua afuera en medio de las fieras. Era evidente que se sentía a gusto interpretando el papel. En un momento dijo que su fusil tenía escrita en la cacha la palabra “Osama”, porque ese man, Osama Ben Laden, “era qué culo de man bien firme”. Después advirtió que entregaba el arma para contribuir a la paz de Colombia, pero que más adelante, cuando se armara la guerra con Venezuela, se la tendrían que devolver porque él quería “joder a Chávez”.
—Coño, Amancio— le digo ahora —las vainas que te pasan a ti no le pasan a nadie más.
—Eso que dije sobre Chávez quedó grabado como en veinte cámaras de televisión.
¿Un excampeón de boxeo convertido en paramilitar? Eso nunca antes se había visto, insisto. Amancio reafirma la frase moviendo la cabeza en sentido negativo. Luego, con aire jactancioso, empieza a citar de memoria los títulos de algunas notas que publicó la prensa cuando se supo la noticia: Boxeador paraco, Del cuadrilátero a la guerra, Cambió guantes por fusiles.
—Sigamos hablando ahora de la señora Adela Julio.
***
Amancio vuelve a servir café en los dos pocillos.
Le pregunto si, aparte de él, hay otra persona que pueda hablar sobre la muerte de su abuela.
—Mi hijo Amancio David.
—Pero él ni siquiera había nacido. ¿Cuándo fue tu pelea con Pambelé?
—El 26 de marzo de 1983.
—Tu hijo no había nacido.
—Sí había nacido: tenía como dos meses.
—Bueno, dos meses. ¿Qué puede saber él?
—Sabe más que yo. ¡Pregúntale!
Amancio calla, apura un sorbo de café.
Nos encontramos, justamente, en la casa de su hijo Amancio David, ubicada en el centro de Medellín. Hace unos meses Amancio Castro abandonó su residencia en Montería y se vino para esta ciudad con el propósito de someterse a un tratamiento contra las drogas.
Mientras dibujo en mi libreta un asterisco frente al nombre de Adela Julio, oigo otra vez la voz de Amancio.
—Si yo te digo que la zorra es negra es porque le jalé el rabo y tengo los pelos en la mano.
—No creo que seas mentiroso, pero de pronto confundes lo que te pasa con lo que te imaginas.
—Nombe, a mí no me pasa eso ya.
—¿Te pasó algunas veces?
Por toda respuesta, vuelve a quedarse callado.
—¿Nunca le has oído a un médico la palabra “delirio”?
—Antes, sí. Yo llevo casi un año en tratamiento.
—De todos modos, confirmaré con Amancio David la historia de tu abuela.
—Ponle la firma, compa. Yo en esa época ni siquiera había cumplido los veinticinco años. Estaba sano, mi hermanito, por mi mae que sí. Nada de vicio.
—¿No habías consumido ninguna droga todavía?
—Bueno, marihuanita, así, suavecito, cuando no tenía una pelea cerquita.
En realidad no creo que quiera mentirme, pero estoy enterado de su enfermedad mental.
“El viejo tiene problemas neuropsicológicos”, me informó Amancio David al comenzar mi trabajo de campo. “Los siquiatras dicen que no supo afrontar la vida sin fama que vino después del boxeo. Además malgastó todo el dinero en drogas y en malos negocios, y como quedó en la olla se la pasa delirando con la plata”.
Ese rasgo de Amancio salió a flote desde el primer instante en que nos encontramos. Como quizá supuso que lucía demasiado pobretón ante mis ojos advenedizos, se apresuró a aclarar que en su época de boxeador había sido un hombre platudo. Es más: todavía conserva ciertas propiedades, pero por mala suerte no puede sacarles provecho. En Colombia nadie sabe – prosiguió – que él es el dueño de los supermercados Carrefour. Los recibió como parte de pago en Francia, y luego se los traspasó en concesión temporal a la Alcaldía de Medellín. Su aspiración es recuperarlos en un plazo máximo de dos años.
Después dijo que en cierta ocasión su propio manager lo engañó, porque le reportó treinta mil dólares tras una pelea, y en realidad le habían pagado treinta millones. No quise decirle que la bolsa más alta que ha ganado un boxeador colombiano es de medio millón de dólares. Sin embargo, él debió de notar que no le estaba creyendo, porque se lanzó a la carga con un nuevo argumento: el manager al cual se refiere “es un bandidazo” que actualmente tiene orden de captura y anda huyendo de la justicia.
De modo que a su patrimonio habría que sumarle el dinero que le quedaron debiendo aquella vez. Son veintinueve millones novecientos setenta mil dólares: él tiene las cuentas claras. Con esa plata, más la plata que le adeudan el general Noriega, de Panamá, y el general Aquino, de Filipinas, él podría vivir sentado el resto de su vida.
Las alucinaciones de Amancio en esa primera cita —y en las siguientes— han ido mucho más allá del dinero. Según dice, una pitonisa francesa le introdujo en el cerebro un chip que le confiere poderes especiales para la guerra. Por eso él puede dañar la pólvora del enemigo en un área de dos mil setecientos metros a la redonda. Y si alguien, por casualidad, lograra dispararle, la bala se desviaría un kilómetro.
Además ha repetido hasta la saciedad que en Miami adquirió dos poderes adicionales gracias a una pócima milagrosa: jamás se pondrá viejo y siempre tendrá “el hierro bien firme”. Al mencionar este punto hace, invariablemente, un gesto fálico: se agarra el antebrazo izquierdo con la mano derecha, y lo mantiene en alto. Luego añade que el creador del brebaje le hizo una tercera oferta: convertirlo en un hombre blanco “como hizo con Michael Jackson”. Por supuesto, él se negó a aceptar semejante prebenda, ya que vive muy orgulloso de ser negro.
Después de haberle oído todo ese repertorio de invenciones es lógico que esta tarde ponga en duda la historia de su abuela.
—¿De veras murió asustada porque tú ibas a pelear con Pambelé?
—Erda, mi hermanito, ojalá los muertos hablaran pa’ preguntarle a ella misma si murió de susto.
***
En el testimonio de Amancio lo inaudito se entrevera con lo trágico. Eso puede ocurrir hasta en el tema más anodino. Cuando uno quiere saber cuál es el origen de su nombre, pongamos por caso, él informa que Amancio se llamaba un tío suyo al que mataron en una fiesta celebrada en Moñitos, el pueblo de Córdoba donde nació. Amancio cree que la tragedia pudo haber sucedido a finales de 1958, cuando él era apenas un bebé de brazos. Como entonces faltaban pocos días para que lo bautizaran, el abuelo decidió endosarle el nombre del difunto. ¿Su abuelo?, pregunta uno. ¿Y su madre no hizo nada para impedirlo? No, su madre murió cuando él estaba recién nacido. De modo que su padre se lo entregó en adopción a Susana Ramos, dueña de uno de los restaurantes más populares de Montería. En cierta ocasión, cuando aún era un párvulo, Amancio se acercó a uno de los fogones que la señora Ramos armaba en el patio a ras de tierra. La travesura casi termina otra vez en desastre, pues derramó el sancocho hirviente. De puro milagro no le cayó encima.
—¿Cuántos años tenías cuando pasó eso?
—Estaba chiquito.
—¿De qué edad?
—Como de dos años, por ahí.
—¿Y cómo te acuerdas?
—Erda, mi hermanito. ¡Qué me voy a acordar ni qué ocho cuartos! Mi mamá me contó.
—¿La señora Susana?
—Sí, ella. Yo le digo mamá.
Sospecho que cuando se trata de buscar lo dramático e insólito en la vida de Amancio, uno podría escoger al azar cualquier etapa. Sugiero, entonces, que hagamos la pesquisa en su faceta de boxeador. ¿Por qué decidió calzarse los guantes? ¿Acaso tenía hambre? Amancio me responde con otro interrogante: ¿cómo iban a faltarle los tres golpes diarios de cuchara a un tipo que fue criado por una cocinera? Está claro que mamá Susana jamás se volvió rica con su restaurante humilde, pero por lo menos aseguró jornada tras jornada la comida de todos en la casa. Eso sí, aclara: aunque no pasara hambre soportaba muchas carencias: usaba zapatos agujereados, dormía en una cama sin colchón. Las estrecheces – dice ahora – lo forzaron en la adolescencia a adquirir “malas mañas”.
—¿Malas mañas?
—Robos piadosos, mi hermanito. Yo nunca le hice daño a nadie ni robé plata en efectivo.
—¿Robar no es hacer daño?
—Ya te dije que mis robos eran piadosos. Nadie puede decir que yo le haya mostrado un cuchillo.
—¿Qué robabas?
—Puras maricaítas sin mucho valor. De pronto unas pinzas en la ferretería o un desodorante en el supermercado.
—¿Y vendías esas cosas?
—Algunas. Otras las usaba yo.
—¿Como el desodorante?
—Como el desodorante y la crema dental.
—¿Nunca corriste peligro?
—A mí me contaron que una gente me estaba buscando para pegarme con el dedo.
En este punto mueve el dedo índice como si disparara un revólver.
Le digo que si los matones hubieran logrado “pegarle con el dedo”, la prensa habría registrado el suceso con el siguiente titular: “muerto excampeón mundial de boxeo por robarse un desodorante”. Un final predecible, sin duda, pues su vida ha oscilado desde siempre entre lo exótico y lo funesto. Amancio coloca el pocillo ya vacío en la mesa de centro, se queda pensativo.
La decisión de vincularse a las Auc – dice – se debió en parte a la necesidad de protegerse. Al andar indefenso por Montería corría el riesgo de morir acribillado en cualquier esquina; escondido en el monte sería más difícil que los verdugos se le arrimaran. Curiosamente, los mismos paramilitares que habrían podido matarlo en la calle le dieron cabida en sus filas. El eterno contrasentido de este país irracional: mucha gente desamparada resuelve hacer la guerra para resguardarse de la guerra.
Amancio vuelve entonces a uno de sus temas recurrentes:
—De todos modos no hubieran podido matarme.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué?
—Porque a mí en Francia me metieron en la cabeza catorce cables que me fortalecieron todos los órganos. Ya no me entra ningún plomo.
—Me dijiste que tus poderes consistían en dañar la pólvora y desviar las balas del enemigo.
—Bueno, si de pronto una bala no se desvía, me rebota en el cuerpo.
—Caramba, qué súper poder.
—Eso no es ná, compa: yo tengo ocho ánimas invisibles que andan conmigo pa’ arriba y pa’ abajo. Ahora mismo están aquí. Como te metas conmigo te sacan de la casa a punta e’ cachetá.
—Entiendo.
Luego palpa su camisa de mangas largas y dice que está muy sudada. Entonces solicita permiso para cambiársela aquí mismo por una camiseta de mangas cortas que se encuentra colgada en el espaldar de una silla. Veo entonces su torso desnudo apenas un poco más robusto que en sus tiempos de boxeador. Con tres sesiones de gimnasio podría lograr otra vez el peso welter junior: ciento cuarenta libras. Noto que su piel azabache es refulgente.
—¿Cómo perdiste los dientes?
—Los negocié, mi hermanito.
—¿Cómo?
—El brujo que me hizo el trabajo en Miami me dijo que para yo quedar siempre con el hierro bien firme, tenía que perder un órgano. Eche, y yo dije en seguida: ¡que se pierdan los dientes!
—Entiendo. ¿Y esa cicatriz del codo izquierdo? Está grandísima.
—Tú sabes, compa, cuando uno anda en la guachafita nunca faltan los problemas.
—Ahí sí te alcanzó el verdugo.
—¡Eso fue con un puñal!
—Ah, claro. El poder no te funciona con puñales.
—¡Sí me funciona! Pero la pitonisa me advirtió que había una puñalada que me iba a entrar.
***
Más allá de sus desvaríos, fácilmente identificables, Amancio Castro ha protagonizado un montón de episodios inauditos. El debe de ser el único tipo del mundo que se convirtió en boxeador pese a tener el estómago lleno.
Al oírlo hablar —digo— a uno le da la impresión de que todo lo insólito le ocurriera solo a él. Amancio se queda absorto mientras retuerce con los dedos las puntas de su bigote. Luego dice que cada ser humano viene al mundo con un destino ya escrito. Quizá el suyo consista en vivir esas situaciones que a mí me parecen extrañas. Las rarezas que cuenta, repito, no le suceden a nadie más. Ningún otro boxeador ha perdido a la abuela del modo en que él perdió a la suya. Para poner el caso en contexto, hago el ejercicio de endosárselo a protagonistas actuales: Miguel Cotto anuncia en su casa que peleará contra el mejor de su peso, Manny Pacquiao. Entonces la abuela de Cotto —que idolatra a Pacquiao— se mortifica o se asusta, y muere.
Definitivamente, no funciona: el único rostro que encaja en esas historias increíbles es el de Amancio. Solo él, en este país donde los rateros suelen actuar con violencia, se ufana de haber sido un “ladrón piadoso”. Solo él fue capaz de asumir el boxeo como oficio a pesar de que pasaba los días en un restaurante en el cual podía comer todo lo que quisiera. Amancio dice conocer a otros tipos que tenían asegurados los tres golpes diarios de cuchara y, sin embargo, decidieron ser boxeadores. Cuando le pido ejemplos, calla, se enrosca de nuevo las puntas del bigote.
Le digo que, a diferencia suya, jamás he sabido de alguien que se calzara los guantes con la panza llena. Solo él, insisto. Ni en los textos documentales ni en los de ficción que se ocupan del tema encontraremos otro caso. Si en este momento abriera al azar cualquier enciclopedia de boxeo, caería irremediablemente en la biografía de un tipo que se volvió boxeador porque necesitaba matar el hambre. Pienso, por ejemplo, en el cartagenero Leonidas Asprilla, que todos los días, antes de entrenarse en el gimnasio, iba al mercado para mendigarles a los carniceros una porción de vísceras fritas. Si tomara un cuento —añado— también me toparía con personajes hambrientos. Pienso entonces en Tom King, el boxeador cuarentón creado por Jack London, y lo veo otra vez en su esquina, abatido porque no pudo comerse un buen bistec antes del combate.
Así que no entiendo cómo era que él se exponía a que le hicieran daño en el ring si tenía la comida asegurada.
—¿Daño a mí?— pregunta entonces, los ojos desorbitados, mientras se toca el pecho con el mismo dedo que usó hace un rato para disparar la pistola imaginaria.
—Sí, a ti. Tú sabes que en el ring se corren riesgos.
—A mí en el ring no me hacía daño nadie, compa. ¿Tú no me viste pelear?
—Claro que te vi, y en estos días busqué tu récord oficial como boxeador: perdiste dieciséis peleas, cuatro de ellas por nocaut.
—En el ring se gana y se pierde. Pero a mí nadie me hizo daño, ni siquiera Pambelé, que fue el más grande.
—¿No le sentiste las manos a Pambelé?
—Pegaba durísimo, compa.
—¿Y no te hizo daño?
—Para nada, y eso que él es cuatro centímetros más alto que yo.
—¿Cuánto mides?
—1.73.
—Estaban casi parejos.
—¡Nombe, qué parejos íbamos a estar! Pambelé dio sus ciento cuarenta libras completicas y yo llegué fallo de peso: pesé ciento treinta y siete libras.
—Yo no vi la pelea pero me dijeron que te ganó fácil.
—¿Fácil? ¡Pambelé no pudo noquearme!
—Te ganó por decisión unánime.
—¿Y te dijeron que fue fácil?
—Sí.
—¿Quién te dijo?
—Un empresario boxístico que fue mánager tuyo: Nelson Aquiles Arrieta.
—¡No joda!
Amancio vuelve a abrir los ojos, se levanta del sillón.
—Oye, ¿Nelaqui no te dijo que yo casi noqueo a Pambelé?
—No.
—¿Tampoco te dijo que yo iba ganando?
—Eso sí: ibas ganando pero te fuiste quedando como pasmado, sin tirar las manos, y Pambelé fue el justo ganador.
Se sienta de nuevo. La expresión de su rostro se me antoja melancólica.
—Casi lo noqueo— dice en tono suave, como si hablara para sí mismo.
Segundos después mira el reloj y me informa que debe preparar la comida. Es algo que le gusta hacer, dice. Además, a él se le facilita cocinar, ya que permanece en casa mucho tiempo. En cambio Amancio David y su esposa Rosana regresan tarde de sus lugares de trabajo.
—Ese es mi nietecito— dice sonriente, mientras señala una foto en la pared.
—¿Cuántos años tiene?
—Ocho. De pronto lo ves. Ya casi llega del colegio.
A continuación se dirige a la cocina para cumplir, según dice, varios encargos pendientes. Primero echa a hervir agua en un caldero, después se pone a barrer. Aprieta la escoba como si fuera un rastrillo de monte y la desliza de manera ruda por el piso. Entretanto, va contando cómo fue que se volvió tan hacendoso. Mamá Susana obligaba a todo el mundo en casa a partirse el lomo. Ella decía que al macho no se le quita lo macho por trapear ni a la hembra se le quita lo hembra por levantar un cántaro. Así que cualquiera podía coser un botón o hender un trozo de leña. Lo que más le gustaba a él era cocinar. En este punto enumera los platos que aprendió a hacer desde la adolescencia: bagre guisado en leche de coco, viuda de bocachico, sancocho trifásico, costilla sudada.
Cuando se hizo adulto – dice –, perdió muchos de sus privilegios. Mamá Susana endureció el trato hacia él, y encima le restringió todas las ayudas. Menos comida, mi hermano, menos atenciones, y ni un centavito para invitar a la novia a la heladería. Fue entonces cuando empezó a practicar boxeo.
—O sea que sí peleabas por comida.
—No, espérate, eso no fue así. Yo al principio no tenía muchas ganas de boxear, pero el gimnasio quedaba al lado de una tienda donde vendían una chicha sabrosa.
—No entiendo.
—Me gustaba ir a entrenar para después tomarme dos chichas de esas.
—Mejor dicho, tú no te hiciste boxeador por hambre sino por sed.
Amancio sonríe.
—¿Dónde quedaba el gimnasio?
—En el barrio Santa Fe de Montería.
—Las vainas que te pasan a ti no le pasan a nadie más.
Vuelve a sonreír.
El boxeo fue bueno mientras duró: le permitió granjearse un título mundial, abrir una jugosa cuenta de ahorros y conseguir victorias sobre rivales muy importantes: nada menos que los excampeones Alfredo Layne y Jimmy Paul. Entonces se acabó la vida útil en el ring, y con la francachela que vino después, también se acabaron las ganancias. Menudo lío encontrar opciones en ese momento, cuando ya le quedaba imposible volver a calzarse los guantes. Pensó en montar un restaurante, y hasta alcanzó a decidir el nombre que le pondría: “Sancocho y arroz”. Pero ¿con qué plata?, se pregunta sonriente mientras empieza a lavar los platos. No los restriega con la esponja sino con la mano desnuda, su mano de nudillos ásperos.
A continuación señala que, justo cuando se encontraba en ese aprieto, surgió la alternativa de vincularse a las Auc. Allí podría desplegar sus saberes como cocinero y recibir un sueldo de setecientos mil pesos mensuales. Aparte, claro está, de mantenerse a salvo de quienes querían pegarle con el dedo.
***Sábado radiante en Medellín. Estamos llegando a la Terminal de Transportes, donde en unos minutos Amancio abordará el autobús que lo llevará de regreso a Montería. Son las diez de la mañana. Nos acompaña Amancio David, a quien le pregunto de sopetón si sabe cómo murió su bisabuela, Adela Julio. Primero mira a su padre y sonríe. Luego suelta una frase maliciosa:
—El que tiene que echarte bien ese cuento es mi papá.
Amancio David es consciente de que, al retornar a Montería, su padre podría recaer en el vicio. Sin embargo, ha resuelto darle un voto de confianza. Sabe que necesita viajar para atender en Montería varios asuntos pendientes. Eso sí: lo conmina a mantenerse alejado de las drogas.
En este punto Amancio hace la señal de la cruz con los dos brazos.
—¡Vade retro, Satanás!— exclama.
Todos reímos.
De repente se detiene en seco, el rostro grave, y dice que está a punto de descubrir la vacuna contra la drogadicción. Él cree que la clave será un vegetal, tal vez el repollo morado, o tal vez el rábano. Así como una pitonisa en Francia inventó la cura contra el Sida gracias a la mata de alcachofa, él podría sanar a los drogadictos con un jarabe botánico.
Dicho lo anterior, suelta una carcajada y sigue caminando.
Lo veo abatido más allá de su risa, solo, aplastado por esa enorme bolsa de ropa, sin nadie que lo reconozca como a los otros campeones, sin nadie que, por lo menos, le haga una reverencia. Cuando estaba joven, se defendió con los puños. Cuando ya no pudo ganarse la vida tirando trompadas, se aferró a un fusil, y jamás supo por qué diablos peleaba. Ni quienes lo indujeron a combatir a golpes en el ring ni quienes lo llevaron a combatir armado en el monte se preocuparon por averiguar si él estaba preparado para librar esas luchas.
Mientras sube al autobús, me pregunto si a estas alturas de su vida encontrará una nueva opción para sobrevivir. De no ser así, más le vale que lo protejan todos esos poderes que dice tener.
*Capítulo del libro Boxeando con mi sombra de Alberto Salcedo Ramos.