Son las 9 de la noche. Es el lunes que antecede al 20 de Julio. El viento helado que sopla a esta hora en el Tintal, uno de los últimos barrios del occidente de Bogotá, donde la calle 6 acaba sobre la carrera 95, parece quemar la cara. Leonel, el fotógrafo, y yo compramos dos gaseosas gigantes que creemos nos ayudarán a entrar con más facilidad al terreno donde casi 100 personas, entre ellas unas veinte mujeres, acampan desde hace más de una semana. Ellos son parte de las primeras líneas de varias partes del país que llegaron para apoyar el paro nacional en Bogotá.
La alcaldesa Claudia López permitió que el centenar ocupara por unos días el terreno donde está. Es el último lote virgen en esta zona de Kennedy. A menos de 300 metros está el río Bogotá. Al otro lado del río está el municipio de Mosquera. El lote está lleno de eucaliptos de más de 30 metros de altos que en esta noche parecen un ejército de gigantes vigilantes. Es un lote que le pertenece a la empresa de acueducto.
Aun cuando son muy jóvenes, las ‘primeras línea’ están bien organizadas. No tienen muchas reglas. Al campamento no puede ni entrar ni salir nadie después de las 11 de la noche. No puede haber peleas. Tienen turnos de vigilancia y patrullaje para evitar que los ataquen tanto la policía como las personas que no están de acuerdo con sus formas de protestar en medio de este paro nacional que el próximo 28 de julio completa tres meses y en el que el nombre de ‘primera línea’ se ha hecho más visible.
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Al final de la calle 6a y al inicio del pastal cinco muchachos cuidan la entrada al lote. Se rotan el descansar sobre un viejísimo sofá de cuero color café al que le alargaron la vida útil. Tres de los cinco son bogotanos. Uno viene de Armenia y el otro es llanero. Les tocó la vigilancia de este lunes gélido del que intentan protegerse con ruana, chaquetas, guantes, gorros y cascos que también tienen puestos para protección, por si algo pasa.
No le permiten la entrada a ningún desconocido. Tampoco a toda la prensa. Desconfían. Cuentan que los han intentado infiltrar. Las donaciones y ayudas que han recibido llegan hasta el sofá de cuero color café que en ningún momento está vacío. Es el recibidor. Ahí se quedaron las dos gaseosas que llevamos y que en su momento de nada sirvieron para entrar. La entrada nos la facilitó el nombre del medio para el que trabajamos: Las 2 Orillas. Después de haber hablado con alguien de adentro y después de que nos revisaron hasta el último rincón de las maletas y nos requisaron —con nuestro permiso— 15 minutos después de haber llegado pudimos entrar.
Las 41 carpas están al lado de gigantes eucaliptos. Un par de árboles han desaparecido entre las llamas con las que le hacen el quite al clima nocturno bogotano. Adentro no están encapuchados. Una de las condiciones es no tomarles fotos sin que se cubran la cara. Hay tres fogatas encendidas. Parece un campamento de viejos amigos. Muchos llevan solo un par de horas de conocidos.
Desde que se montó el campamento de cara a las movilizaciones del 20 de julio, hace una semana, no ha parado de llegar gente. Uno de los últimos fue Román. Es muy alto y flaco. Es un paisa de Armenia barbado y de cara bonita. Parece que ha bebido algo de trago. Está feliz. No quiere hablar con periodistas. Pero se aleja entre gritando y cantando que Colombia lleva décadas y décadas bajo el mismo poder y que llegó la hora de un cambio. Román llegó con siete amigos más. De Armenia a Bogotá viajaron en mulas que los iban acercando a la capital.
Cada quien había protestado con los suyos en sus ciudades. Había llegado la hora de unirse. Estos cien atendieron el llamado. A otros nos los dejaron pasar. El propósito principal era unir sus fuerzas de lucha con otras primeras líneas para hacer presencia en las manifestaciones del 20 de julio en Bogotá.
Pitufo no suelta una tabla de triplex de un metro de larga por 50 centímetros de ancha. Dice que es escudero. Esa tabla que se destrozaría fácilmente con una piedra o con uno de las balas de gas que lanza la policía es su escudo. Cuenta que su escudo de latón tuvo que dejarlo botado en el Portal Resistencia mientras huía del Esmad. Su apenas metro sesenta le entregó el apodo. Tiene 15 años. Se metió en las protestas una semana después de que el paro inició. Dice que su mamá le dio permiso. Vive en Bosa. Hace muchos días que no va a su casa. Le da miedo ir. Le da miedo que lo tengan reseñado y poner en peligro a su familia. En el campamento tiene comida y dormida.
A lo que más le tienen miedo todos los que participan en los tropeles y los bloqueos es a la ley. Su mayor temor es terminar judicializado por alguna foto tomada por la inteligencia de la policía desde algún dron o por infiltrados en las marchas. El campamento se vuelve una zona de protección para ellos mientras logran confirmar su situación judicial.
Ellos dicen que no hay líderes. Dicen que todos tienen voz, decisión y autonomía para las acciones que vienen en los siguientes días. Pero adentro parece que ‘El diablo’ tuviera más liderazgo que todos. Es bogotano. Debe tener unos 27 años. Es amable, pero de carácter fuerte. No quiere hablar con medios de comunicación. No se quiere exponer. Está alistando un chaleco antibalas de color negro al que prohíbe tomarle fotos. Tiene rodilleras y protectores en los brazos y en los hombros como los que usa el Esmad. Es bajo en estatura. Con los corotos que lleva encima parece un robocop pequeño. Muestra unas heridas en la cabeza con orgullo, como si fueran sus trofeos de victoria. Cuenta que lo agarraron a puñaladas y que el chaleco antibalas lo salvó. ‘EL diablo’ fue a quien le avisaron de nuestra llegada y quien autorizó que entráramos al campamento.
En la dinámica de ataque y defensa que se crea en los bloques es mucha la adrenalina que personas como ‘el diablo’ sueltan. A la hora de guerrear contra el Esmad lo único que vale es atacar con los que se encuentre y no dejarse golpear. Es una carrera por salvar sus vidas. Minimizan al máximo el riesgo de terminar en un hospital o de hacer parte de la lista de los más de 70 muertos que ha dejado el estallido social. Han ido perdiendo el miedo.
Muchos están metidos en sus carpas. Se resguardan del frío y descansan para el día siguiente que es 20 de julio, la fecha clave que los reúne en Bogotá. Buscan encender el fuego de la protesta y unos cuanto radicales quisieran que esta continuará indefinidamente, hasta que las ideas que tienen de cambio se hagan realidad.
Tienen cuatro baños portátiles ubicados a la entrada del campamento. La alcaldía los puso allí. Varios llevan más de ocho días. No hay duchas. Algunos se han podido bañar en las duchas de la Universidad pública de Kennedy, un proyecto educativo entre varias universidades públicas y la alcaldía de Enrique Peñalosa que está al frete del campamento. Otros no se han bañado. Las incomodidades poco les importan.
Hacen ollas comunitarias para almorzar con las provisiones que les han donado. Hay un equipo que coordina la entrega de víveres. Todos comen. Es una familia de 100 personas. No son agresivos ni violentos como los han pintado muchas veces. Tampoco es una fiesta de drogas y alcohol como también la han pintado muchas veces. No más de cinco jóvenes tienen una lata de cerveza en la mano. El aroma de un porro de marihuana ocasional se cuela en entre el olor a madera quemada. Ni siquiera alcanzo a ver quién tiene encendido el bareto. La mayoría está interesada en las historias que se van contando alrededor de las fogatas. Así se conocen. Saben que mañana “les van a dar duro” pero lo que cuenta es el hoy.
La conversación que noche a noche se mantienen es larga. Debaten sobre puntos afines y diferencias para seguir con la dinámica social y política en sus ciudades. Comparten el odio por la política tradicional y lo políticos que la representan. Aborrecen la corrupción. Aseguran que si entre políticos y empresarios y contratistas no se robaran la plata, habría un mejor sistema de salud y buena educación pública. Están convencidos de que debe haber más universidades del estado y que el acceso a estas debería ser totalmente gratuito y estar garantizado para todos. Antonio, un llanero de 26 años, habla de su abuelo y dice que la pensión para los más viejos también debería estar garantizada.
Camilo es un paisa de Medellín que también llegó a Bogotá en mula. El gorro de lana con el escudo de Nacional es su orgullo en medio de caleños, rolos, llaneros, manizaleños y otros, entre ellos un amazónico que le hace un rezo al fuego para protegerlos. También hay 18 llaneros que llegaron de Villavicencio. Hacen parte de la asamblea juvenil del meta. Llegaron a Bogotá en camionetas de alta gama. Fue el apoyo a su resistencia social que les dio un hombre de dinero del que no quisieron hablar.
La gran mayoría de ellos forma parte de ese gran universo de 3.2 millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Hacen parte de los jóvenes que se han tomado la calle en estos ya casi tres meses de protesta y que han sido los verdaderos protagonistas del estallido. Y van a seguir marchando. Van a seguir bloqueando vías. Estos 100 jóvenes del campamento y los otros que se han declarado en resistencia entendieron que su lucha es la única manera de dejar ser invisibles.