La posesión de Gustavo Petro Urrego no pudo ser más diferente de cuantas hemos tenido en el país. Esta ya no fue la tradicional congregación de ciudadanos VIP. Aunque este tipo de personajes no podían faltar, el grueso de la concurrencia a la ceremonia en Bogotá, así como a las celebradas en muchas otras plazas, representaba a ese basto pueblo de botas y overol, de ruana y alpargatas, de machete y de cincel.
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Pueblo de piel curtida, de aguardiente y lúpulo, tal vez de saco y corbata, pero no de marca; tal vez con carro, pero de baja gama; tal vez de güisqui, pero de vez en cuando. Y también a ese pueblo de todas las carencias, el dedicado al rebusque, el de un pan para dos, para tres y hasta para más.
Era a ese pueblo llano, a ese pueblo raso al que le correspondía disfrutar las mieles de saber que al Palacio de Nariño entraba Petro, uno de los suyos, uno de esos conocedores de lo que es sufrir porque ha sufrido, pero comprometido en la tarea de acondicionar la patria para que de ella desaparezca el sufrimiento.
Debe, entonces, Petro cumplirles a todos estos expectantes colombianos. A eso está comprometido y sabe bien que el primer jalón que debe dar es el de procurarles la paz. Pero a una violencia de más de 60 años, originada en la problemática social y reforzada por el narcotráfico, no puede ponérsele fin mediante la violencia policial, militar y paramilitar.
Ponerle fin solo puede ser producto del diálogo con los implicados, de enfrentar la carestía y el desempleo, que hoy tienen a un tercio de la población con una sola comida al día, y de resolver los problemas de salud, educación, techo y tierras, entre otras. Si a estas soluciones agregamos el cumplimiento de los compromisos de lucha contra el calentamiento global, podríamos darle inicio a un ciclo de paz como el que nunca hemos tenido y convertir a nuestro país en capital de la vida, según lo postulado por nuestro nuevo presidente.
Obvio que para atender todo lo anterior se necesitan recursos, y para obtenerlos se hace inaplazable reformar el régimen tributario y poner las garras de la corrupción muy lejos del erario, de los organismos de control y de los tribunales, lo cual implica echar mano de los puntos que contenía el plebiscito anticorrupción, echado a perder por las mafias respectivas.
Pero para ello no es suficiente con tener gobierno; también es indispensable que este pueda contar con una organización popular en la cual poderse apoyar, y a todos nos concierne procurar que tal organización se dé.