“Esta es la revolución”, eso fue lo que le dijo el constituyente Otty Patiño a un joven Gustavo Petro cuando lo visitó en las aterciopeladas instalaciones de la Asamblea Nacional promediando 1991. Petro desestimó esa apreciación de Otty (aunque nunca olvidó la frase) y luego considero, tras conversar con Antonio Navarro, que, si los tanques del régimen se levantaban contra la constituyente, el M-19 podría sublevar al pueblo para logar una verdadera revolución “en defensa de la constituyente”. Así lo relata el mismo Petro en su autobiografía sentimental, Una vida, muchas vidas.
De esa “revolución” solo queda el recuerdo y el Petro presidente se ha sabido ajustar a las cambiantes circunstancias de la gobernabilidad y ha recurrido al pragmatismo. Su extensa trayectoria política, sus frustraciones como gobernante tras su paso por la alcaldía de Bogotá y una estratégica interpretación del signo de los tiempos (que lo conectó con generaciones muy distantes del ideal simbólico del revolucionario heroico), han moldeado su perspectiva del cambio como un estadio institucional, transicional y necesario para acercar a Colombia a los contornos de la modernidad.
Ese es el cambio. Una ambiciosa agenda reformista que navega sobre las posibilidades otorgadas por la Constitución Política; entre la negociación permanente y las componendas con sectores de la clase política tradicional, sin atisbo a la vista de una “constituyente territorial” o si acaso una profunda cirugía a la estructura del diseño institucional. Un cambio que se apoya en una poderosa matriz simbólica (que se tenderá a desgastar con los años) y en la frustración desatada por varias generaciones de excluidos, perseguidos y marginados.
Sin embargo, el cambio también se debe hacer con una porción de “los mismos de siempre” y eso es algo que muchos “indignados” que apoyaron la dupla Petro-Francia no han podido entender, pues creen, idealmente y pecando de cierta ingenuidad, que el cambio es la antesala de una revolución definitiva y total. Tal vez, ese “purismo en las formas” explica su creciente malestar con el nombramiento de políticos tradicionales en algunas embajadas (como el exsenador conservador Juan Manuel Corzo que finalmente fue nombrado embajador en Paraguay) o en cargos ministeriales.
Y eso no quiere decir que los sectores tradicionales que se montaron en la coalición gobiernista se hayan “rehabilitado” o sintonizado con una agenda de transformación. Para nada. No hay que ser tan ingenuos. Tanto el partido de la U, el Liberal y el Conservador se comportan como remoras que se adaptan sin contemplación al poder de turno. Si el presidente fuera Federico Gutiérrez o Rodolfo Hernández seguramente serían coalición de gobierno (sumando a Cambio Radical). No se puede olvidar que su apoyo a Petro se dio en las “últimas de cambio” y ante la contundencia del mandato ciudadano.
El presidente debe sortear con esa realidad y estabilizar, en la medida de lo posible, los incentivos de los partidos tradicionales anclados al cambio. Es un clásico “matrimonio por conveniencia”, en el cual el gobierno amarra su gobernabilidad en el Congreso y los sectores tradicionales mantienen los espacios de poder que les permiten reproducir sus prácticas clientelistas a nivel territorial. Algo difícil de digerir para electores radicalizados (por la indignación o la frustración) y poco conocedores del intríngulis que caracteriza esa política menuda.
Al no alcanzar mayorías propias el Congreso se tornó previsible que en el gobierno Petro se avecinaba un camino lleno de acomodos y componendas. También resultaba imposible lograr esas mayorías. El famoso 55/86 de Gustavo Bolívar solo fue una entelequia sin el más mínimo sustento cualitativo o cuantitativo. La renovación del Congreso demanda una transformación de la cultura política y hasta en la forma como el elector de a pie interactúa con las múltiples expresiones del poder político. Para eso todavía falta mucho y no creo que se puede alcanzar en el corto plazo.
Sin la participación coyuntural de esos sectores tradicionales, el cambio no será posible. Así tengamos claro que su adhesión tiene fecha de caducidad y que, si las circunstancias lo ameritan, en algunos años podrían desmantelar lo que ahora están apoyando, pues su lógica es enfermiza: una norma se cambia con otra norma.
Así a muchos no le guste, esto es el cambio, nunca se pensó que fuera una revolución.