“Mira que el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue…”: Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha; basado en versos de autor desconocido.
En el transcurso de estos días hemos estado atiborrados de análisis que, oscilando entre la perplejidad, el desconcierto, la pesadumbre, la desesperanza, la ingenuidad o el ilusionismo, intentan explicarnos qué fue lo que pasó para que llegáramos a unos resultados electorales de la primera vuelta presidencial, en gran medida impredecibles e imprevistos, pese a lo que indicaban algunas encuestas a último momento.
Algunos de ellos se han detenido en asuntos coyunturales, de mecánica política y estrategia electoral, en tanto que otros apuntan a factores más de orden estructural, pero en todo caso, unos y otros sean bienvenidos. En las siguientes líneas procuraré avanzar algunas reflexiones que se inscriben más bien dentro del segundo grupo de reacciones.
A mi modo de ver, la crítica coyuntura actual pone de manifiesto la crisis del modelo de régimen político fundamentado en el presidencialismo, el cual ha llegado a concentrar excesivo poder a nivel central y se ha convertido en el epicentro de las disputas y tensiones entre fuerzas y actores políticos y sociales que buscan dirimir la hegemonía y tramitar sus intereses a través de los mecanismos de consulta de la voluntad y las preferencias de los ciudadanos devenidos en electores.
De este modo, tradicionalmente, el debate electoral presidencial suele abarcar un sinnúmero de temas programáticos que van desde la visión sobre la organización del Estado y la orientación de la economía, pasando por las políticas y acciones en asuntos cruciales como pacificación y seguridad nacional, derechos humanos y justicia, narcotráfico y temas conexos, relaciones internacionales, ciencia y tecnología, régimen de seguridad social, sectores económicos líderes, empleo, infraestructura y medio ambiente, hasta desembocar en propuestas y ofertas en asuntos que conciernen al diario vivir de los ciudadanos como movilidad, educación, salud, cultura, recreación, deporte, servicios públicos, vivienda y otras necesidades igualmente sentidas.
Lo anterior, con un telón de fondo en el cual resalta la enorme diversidad regional que caracteriza a nuestro contorno nacional —no en vano, en distintos ámbitos suele señalarse, de manera reiterativa, que somos un país de regiones—. Ello determina la acumulación de frustraciones por parte los ciudadanos, quienes ante la imposibilidad e incapacidad del Ejecutivo central de cumplir las promesas y de honrar los compromisos adquiridos, acuden en no pocos casos a la protesta y al estallido social.
A esto se suma el fracaso de los partidos políticos en el trámite adecuado y efectivo de las demandas ciudadanas, quedando ellos reducidos a instancias de manejo de la burocracia y, en no pocas ocasiones, de caudillismo y agenciamiento de prácticas clientelistas y corruptas, en medio de un notorio vacío institucional. Tal situación se agrava cuando se desvirtúan el deslinde de competencias, la independencia y el funcionamiento de los mecanismos de pesos y contrapesos establecidos para el normal desempeño de las distintas ramas del poder público, lo cual termina acentuando la crisis del presidencialismo.
Frente a tal situación, es hora de replantear el actual modelo de organización política basado en el presidencialismo, para abrirle paso a una República Federal, que lleve acompasado un régimen de gobierno sustentado en el parlamentarismo, tal como se presenta en varios países de Europa y América.
Ello permitiría que el nivel federal se haga cargo y responda por los asuntos que conciernen al conjunto de la nación en materia de paz y derechos humanos, defensa y seguridad nacional, relaciones internacionales, justicia, empleo y seguridad social, y otros de orden general, en tanto que el nivel estatal o departamental o territorial, según la fórmula por la que se opte, se encargaría de los temas que atañen al diario vivir de los ciudadanos, ya señalados anteriormente.
De este modo, las comunidades y grupos sociales tramitarían a escala territorial la atención y solución a sus necesidades más sentidas, para lo cual se ajustará y readecuará el régimen de competencias y transferencias de recursos entre ambos niveles. Todo ello supone, naturalmente, acometer una reforma constitucional.
Se corregiría, además, la pronunciada tendencia a la mala o deficiente gestión del gasto público, evidenciada en el hecho que, en no pocos casos, funcionarios del orden nacional toman, de manera irresponsable o por lo menos carentes de suficientes elementos de juicio, decisiones sobre la asignación de recursos en las regiones, sin tener en cuenta las singularidades que ello acarrea; como también, resolver el cuello de botella en la ejecución presupuestal que supone disponer de recursos suficientes sin contar con la debida capacidad de ejecución, lo cual obliga a echar mano de fórmulas como la contratación con otro tipo de entidades nacionales, e incluso de alcance internacional, con lo cual se le resta efectividad a la intervención prevista.
Todo ello contribuye al distanciamiento entre el Estado y la sociedad, al no permitir disponer y activar mecanismos efectivos de participación y control como la contratación directa con organizaciones de base de diversa índole, las veedurías ciudadanas, las auditorias sociales y otras alternativas a la tradicional forma de contratación pública, no exenta regularmente de prácticas de corrupción.
Se trata, por consiguiente, de ir más allá de la desconcentración y descentralización aplicadas hasta ahora, que no han rendido los frutos esperados por el desbarajuste institucional en el que hemos estado sumidos.
Para resumirlo con la mayor claridad y contundencia: el presidencialismo que caracteriza la gestión del nivel central del gobierno no resulta adecuado ni apropiado para que, en esta época, se puedan enfrentar acertadamente los grandes desafíos que tenemos por delante; como tampoco para que los ciudadanos y comunidades tramiten la atención y solución de los problemas y necesidades que conciernen a su diario vivir.
De no corregirse de manera radical esta situación, seguirá existiendo un campo fértil para que, mediante la demagogia, el clientelismo y en última instancia el recurso a la emocionalidad alimentada por el paroxismo mediático y de las redes sociales, el voluntarismo y el populismo, se abran paso opciones apoyadas en promesas y expectativas de solución que llevan a que, inicialmente, el elector resulte cautivado y atrapado, y, al final, pase la factura de cobro por el incumplimiento, la frustración y el engaño propinados.
En definitiva, se trata del fortalecimiento de la democracia, la profundización de la cultura política, la superación del desbarajuste institucional en el que estamos inmersos en la hora actual, para abrirnos paso hacia la concreción del anhelado cambio a profundidad, el logro del bienestar colectivo y de la tan esquiva modernidad. Todo ello requiere una disposición y voluntad de repensar el país con decencia, más allá del acoso de la tiranía mediática y de las redes sociales, y del confinamiento mental que nos impone la contienda electoral en curso.
*Exdirectivo gremial; Consultor en Políticas y programas de desarrollo agropecuario y rural