Doña Josefina Baquero fue la más feliz cuando su hijo William José, o El Palomo como lo conocían en el barrio Las Delicias de Urumita, le avisó que sería abuela. No pasó más de 24 horas para que la matrona mandara a tumbar el patio de la casa para hacer el cuarto de su primer nieto a quien bautizó con el nombre de su difunto esposo: Silvestre Francisco.
Sin haber terminado el bachillerato, el Palomo era un joven músico que se ganaba la vida manejando camiones y animando cuanta fiesta se hacía en Urumita. En una de esas conoció a Dellys Rojas, una estudiante del colegio de monjas, a la que enamoró prometiéndole cielo y tierra mientras tenía una amante en Bogotá. Pasaron cinco años para que Dellys Rojas descubriera de la doble vida de El Palomo.
Deprimida y con el corazón roto, se mudó a Venezuela, en una época en la que irse al país vecino era equivalente a ir en búsqueda del sueño americano a los Estados Unidos. Pero el amor de la inexperta Dellys Rojas pudo más y un año después regresó a Urumita para reiniciar el noviazgo. No pasó mucho para que quedara embarazada de quien se convertiría en el ídolo de la nueva ola del vallenato: Silvestre Dangond.
Cuando tenía solo cinco años, Silvestre tomaba a escondidas las ollas de la cocina de Doña Josefina para imitar el canto de los juglares vallenatos que pasaban por Urumita mientras le gritaba a todo pulmón a su abuela que sería un famoso cantante. Ella, riéndose de sus ocurriendo, le respondía “Tú qué cantante vas hacer...”.
La familia Dangond vivía con la nevera vacía y con las uñas llegaba a final de mes. El Palomo ganaba poco en los toques en los que cantaba y a veces el dinero se esfumaba cuando se iba de parranda con sus compadres o amantes a las que nunca dejó cuando nació Silvestre, o Cayito, su segundo hijo.
Los hermanos Dangond se la pasaban jugando a pie descalzo por las calles despavimentadas de Urumita mientras el sol ardía a 40 grados. A pesar de vivir en la precariedad, Silvestre y Cayito nunca fueron más felices, ni siquiera cuando consiguieron la fama que soñaron en la cocina de la casa de su abuela Josefina. En 1985, con la esperanza de un mejor futuro para sus hijos, el Palomo y Dellys le dijeron adiós a Urumita y empacaron maletas rumbo a Valledupar.
En la capital del vallenato, nada cambió para la familia. Mientras El Palomo continuaba ganándose la vida en las parrandas, su esposa Dellys abrió un puestico de empanadas y papas rellenas en el terminal de transporte en donde sus hijos la ayudaban a atender el negocio, eran meseros y cocineros.
Ni trabajando a seis manos les sirvió, Silvestre se vio obligado a dejar estudiar por un año en el Colegio Parroquial El Carmelo cuando la familia no pudo seguir pagándole la mensualidad. Sería un año sabático en el que terminó trabajando 24 horas de los sietes días de la semana sin parar y la familia pasó de tener un carrito de fritos a un local más cómodo al que bautizaron El Palomar.
De igual forma, Silvestre siempre fue el vago de la casa, nunca sirvió para los números ni las clases de español, a veces prefería quedarse trabajando, cantando o jugando en la cancha del polideportivo que ir a estudiar. Nunca perdió ni una materia, su carta de salvación con los profesores fue su potente voz, le pasaban el año a cambio de que cantara en las presentaciones de fin de año y en las misas.
La devoción por el trago le llegó a Silvestre cuando tenía 16 años, era el payaso de la fiesta, el que hacía los mandando y el que servía el trago, una labor por la que terminó apodado como ‘Chivas’. Su primera borrachera fue a punta de whisky barato, ese día llegó a la casa a las 5 de la mañana.
Su papá, a pesar de que era un devoto parrandero, lo molió a golpes y le prohibió volver a llegar tomado a esas horas. Al día siguiente, Silvestre lo volvió hacer, llegó borracho a su casa al amanecer. Los golpes continuaron hasta que El Palomo se acostumbró a que su hijo había sacado sus mismos gustos por la música y el alcohol.
El amor también le llegó a Silvestre, se llamaba Lucía Salem, una estudiante de 15 años, a la que llamaba cariñosamente La Colegiala. Bertica era la mejor amiga de Lucía y la celestina que les hacía el dos. Los papás de Lucía tenían mucho dinero y se oponían a que terminara con un “don nadie” sin fortuna ni apellido, por más que Silvestre nadó contra la corriente, no se ganó el cariño de sus suegros que se empeñaron en exterminar la relación.
Cuando por fin Silvestre se graduó del colegio, compró un boleto de bus y se mudó a Bogotá. Llegó con una mano adelante y otra detrás, empezó cantante en bares de mala muerte. Pensó que la suerte estaba de su lado cuando lo contrataron en un bar de La Calera, era lujoso y los equipos de sonido último modelo. Solo duró una semana cuando el dueño no le quiso pagar.
Así fue como terminó amenizando fiestas privadas de la elite bogotana acompañado por su amigo Coco Zuleta, era un trabajo exhaustivo, empezaba los jueves y seguía de larga hasta el lunes. Llevaba un estilo de vida tan desordenado con el que llegó a pesar 130 kilos.
El primer golpe de suerte le llegó en el 2002 cuando firmó su primer contrato con Sony. No era mucho dinero, pero por primera vez pudo grabar un álbum decentemente, lo bautizó Tanto para ti.
Siendo ya más reconocido en Bogotá y con un grupo de fans de 20 mujeres que se hacían llamar las silvestristas, empezó a ganarse 500 mil pesos por fiesta privada y le alcanzaba hasta para mandarle a sus papás que seguían trabajando en la terminal de Valledupar.
Dos años después, decidió unirse al acordeonero Juancho de La Espriella, y grabó el éxito que lo catapultaría en la fama: La Colegiala, dedicado a Lucía. La fama le llegó y empezó a pelear con su peso, así fue como terminó en un quirófano en Bogotá, se mandó hacer una liposucción y lipectomía. A los cinco días con los puntos y una faja encima, siguió trabajo y se subió a una tarima, todo el concierto drenó sangre, pero nunca se quejó ni dijo una palabra. Horas después enfermeras lo estaban esperando detrás del escenario. Este seria la primera polémica en su carrera.