La pandemia que actualmente enfrenta la humanidad ha removido las fibras más sensibles de todas las estructuras sociales en las que se haya inscrita la subjetividad humana, ha reconfigurado y tal vez difuminado las fronteras entre lo público y lo privado bajo una narrativa pseudomilitarista. Es tal vez el acontecimiento más contundente que nos reitera que la emergencia de lo fragmentario como bandera de la posmodernidad hizo crisis y que de nuevo parecemos estar arrojados a una nueva totalización de la historia mundial. Los atentados del once de septiembre de 2001 y sus secuelas, ya lo habían advertido.
En ese sentido, la llegada del coronavirus se instaura en la escena global y encontramos un caleidoscopio de perspectivas y sensibilidades, que van desde las imágenes pre apocalípticas hasta posturas que consideran que se trata de una simple gripe, pasando por teorías de la conspiración. Lo cierto es que, asuntos como la muerte, el miedo, la libertad y el poder que en última instancia reflejan la fragilidad humana, parecen estar agitados al unísono, en el ojo del huracán de la sociedad del espectáculo tras el vaivén de los acontecimientos, por lo que sin dudas se trata de un acontecimiento disruptivo.
La preocupación y la incertidumbre han reemplazado las antiguas sensaciones de seguridad, se ha desestabilizado el sentido del tiempo presente, la racionalidad de la planificación queda absorta ante el caos de los hechos, parecemos naufragar en un océano de interrogantes donde las certezas parecen pequeñas islas alejadas de nuestras posibilidades. Como se dijera en las famosas tesis sobre la filosofía de la historia “el pasado no significa conocerlo como verdaderamente fue, significa apoderarse de un recuerdo tal como este relumbra en un instante de peligro”. Los aposentos de la verdad, hoy están vacíos, han dejado ver en algunos casos la actitud caritativa que el dogma había subsumido y la fe se trasladó a escenarios menos opulentos. El ángel de la historia que rebautizó Walter Benjamin al épico cuadro de Paul Klee, puede centrar su mirada al presente, y seguramente seguirá viendo la catástrofe, un paisaje de ruinas, tal vez lo que el ritmo acelerado de vida, el eficientísimo y la promesa de felicidad del capitalismo tampoco nos dejaba ver.
Este confinamiento además ha traído un recorte evidente a las libertades públicas y a los derechos fundamentales. Ya no hay protestas ni movilizaciones que sofocar, los chalecos amarillos ya no están, no se escuchan las cacerolas. La declaratoria de estados de excepción en muchos países, ha otorgado más potestades al Estado en cabeza del hipertrófico Poder Ejecutivo, y de su mano no tan invisible, asistimos a un aumento del disciplinamiento social, del reglamentarismo, del espíritu policiaco, del estado de delación, una limitación a los servicios esenciales como lo son la salud, la educación y la justicia al igual que de las condiciones laborales, bajo la idea de combatir al imperceptible enemigo común, conjugada y concertada esta estrategia con los sectores económicos más poderosos que terminarán más robustecidos, con el pánico y desesperación generalizaos como telón de fondo y muchas paranoias desatadas por la ansiedad productivista y el temor al encuentro con “el otro”, que se considera una amenaza para preservar la vida.
Hay perspectivas optimistas, que sostiene que después de superada la pandemia, vamos a ser mejores personas, la verdad desconfío de la benevolencia del sistema y de la propia condición humana, tenemos la mancha de Auschwitz, la mancha de la bomba sobre Hiroshima y Nagasaki, la mancha de las víctimas de las dictaduras militares, la mancha de los desaparecidos, la mancha de los pobres y excluidos del neoliberalismo, la mancha del maltrato a los animales y no nos han hecho mejores personas. Entre tanto seguiremos como un ciego sin bastón rumbo a donde el lector crea que vayamos a terminar.