La novedad del acuerdo sobre justicia rubricado el 23 de septiembre en La Habana entre Gobierno y FARC consiste en que el referente de justicia fundamentado en la jurisdicción especial para la paz será aplicado a todos los actores del conflicto colombiano. Las responsabilidades sobre las graves violaciones a los derechos humanos, que dan cuenta de la degradación de la guerra, deberán asumirla todos los involucrados sin discriminación alguna en relación a su condición de actor insurgente o contrainsurgente, combatiente o no combatiente, legal o ilegal. Se va a requerir mucha pedagogía para hacer entender a los colombianos la importancia de este punto clave para construir la paz.
La primera dificultad no es tanto explicar el cumplimiento de los estándares mínimos de justicia que exige la comunidad internacional, sino corregir la tendencia a interpretar los acuerdos como un simple proceso de sometimiento a la justicia. Este es de corte estrictamente liberal, como quiere la oposición al proceso de paz, que desestima desde una perspectiva moral a conveniencia el innegable carácter político de las acciones protagonizadas por los actores del conflicto. Acciones de la Insurgencia armada, de la Fuerza Pública, de las empresas trasnacionales interesadas en tierras ricas en recursos naturales, de empresarios oportunistas y funcionarios públicos corruptos, de terratenientes y ganaderos agazapados en la clandestinidad auspiciando grupos paramilitares, y del propio Estado cuando implementa modelos económicos de extracción capitalista a gran escala para mejorar los indicadores macroeconómicos, sin consideración a la violencia que arrastran en zonas de conflicto y a los estragos sociales y ambientales causados en el proceso. Este tipo de acciones, que tienen expresa intencionalidad y finalidad políticas, son el verdadero fundamento de la guerra, para el que no se establece aún en La Habana garantías de no repetición. La simple participación de los actores del conflicto en la política parlamentaria legal no es precisamente una garantía de no violencia, como creen algunos románticos, en abierta contradicción con la historia colombiana desde la independencia, y con la experiencia de la parapolítica. Esa puerta abierta a la violencia recurrente en Colombia quedará latente en el actual proceso de paz.
La premisa falsa en este caso es aquella que da primacía a la fácil polarización Insurgencia-Estado y que explica el conflicto simplemente en términos de una violencia política con fines subversivos basada en causas objetivas como pobreza y miseria, con la consecuente respuesta de la fuerza pública en el ejercicio pleno del uso legítimo de la fuerza. En el transcurso de cinco décadas de conflicto en Colombia, a nivel nacional, departamental y local, ese tipo de violencia representa sólo el 20 % del volumen total de violencia política. El otro 80 % corresponde a una violencia homicida directa contra la población civil, inerme y ajena a las hostilidades, con intencionalidad y finalidad política claras, protagonizada por todos y cada uno de los actores armados, en diversas combinaciones de violencia subversiva y violencia criminal directa. Con el agravante que un 80 % de esa violencia política contra la población civil, por lo menos en el Catatumbo-Norte de Santander durante las últimas décadas, ha sido protagonizada por el polo contrainsurgente al que pertenece la fuerza pública colombiana, en acciones unilaterales o en asocio con grupos armados ilegales, con una participación del 73 % en el volumen total de guerra. Un resultado que obliga a la sociedad colombiana, a la clase política y al propio Estado colombiano, a no ver tanto la paja en el ojo ajeno sino la viga en el propio.
Sin embargo, el punto de justicia acordado en La Habana constituye un gran avance al establecer una justicia simétrica para cada uno de los involucrados en el conflicto armado interno. Es el referente de justicia más acertado para medir, con buen sentido de las proporciones, dadas las estadísticas, el cálculo de impunidad admisible para alcanzar la paz.
(*) Magister en Economía, experto en Análisis Económico de Conflictos. Miembro de la Academia de Historia de Norte de Santander.