El barrio es para siempre

El barrio es para siempre

Mientras las ciudades sigan siendo un entramado de miseria, este será inexorable

Por: steven cadavid
marzo 16, 2021
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El barrio es para siempre
Foto: Felipe Restrepo Acosta - CC BY-SA 3.0

Andaba paseando los perros por el barrio, con los auriculares puestos, tarareando el coro de Almost lost Detroit de Scott Heron, cuando la reproducción aleatoria arrojó The Ghetto de Donny Hathaway. De repente empecé a pensar en lo poco que conocemos acerca del organismo misterioso que es el barrio y en lo mucho de él que hemos perdido.

Los que vivimos —o han vivido— en las zonas populares, las barriadas y las invasiones, nos hemos acostumbrado de tal manera al paisaje degradado, a los nidos de cables que componen la propia realidad cotidianidad; nos hemos acostumbrado hasta el punto que el horror ya no consigue alterar el gesto impávido. El hombre es inconsciente la mayoría de las veces ante los pequeños milagrosos que se suceden día a día, y cuando el grado de horror y degradación de una sociedad es de tal magnitud, también termina por volverse —o hacerse— inconsciente a la violencia brutal de las estructuras del poder y al horror mismo.

Se camina tranquilo — ¡sí, tranquilo!, tan tranquilo como se podría estar frente a un león hambriento—, pues se conocen de antemano cada uno de los peligros que rondan; desde niño nos hemos topado con las fieras terribles del concreto, con los juegos brutales que la calle impone al ser y que llevan al niño a cruzar el umbral de la madurez y hacerse hombre. Las peores vejaciones, junto a los desenlaces violentos, son el rasgo esencial de las relaciones que se establecen entre los individuos; cada una de las comunas y barrios del mundo tienen su propia fauna (como lo son el loco del barrio, los jíbaros) y por atmósfera la miseria.

Sin embargo, es curiosa la paradoja que presentan los barrios, pues, cuando más se cree conocerlos por completo, nuevos eventos y personajes —sumado a la variación constante del paisaje urbanístico de chabolas y ranchos— consiguen alterar el organismo haciéndolo irreconocible ante nosotros.

El barrio no es un organismo cerrado, hermético por así decirlo, es un organismo que convive en ósmosis con otros barrios —necesita de ellos para subsistir, no es autárquico— es permisivo con la llegada de nuevos componentes a su conformación heterogénea; las personas invaden los costados redefiniendo sus límites, las casas hechas de material de cualquier índole se apilan en un palimpsesto rizomático sin rumbo alguno; de los costados de una casa salen miles más diminutas, como esporas de un hongo que se va regando por los dientes montañosos y las estepas estériles  que abrazan los centros urbanos donde reside el poder económico y político.

A diferencia de los beneficios de la industria y el comercio, repartidos solamente entre unos pocos, los del barrio son para todos; mientras sus grandes urbes mueren dejando solo mármol machando de sangre, granito y minerales, el barrio es para siempre, se reproduce infinitas veces en su matriz asexual; es la contraparte ineludible —la antítesis necesaria— de los centros urbanos y comerciales donde se crea la riqueza; es el reflejo de las consecuencias ocasionadas por un sistema de producción inequitativo, voraz —capaz solo de sembrar hambre y enfermedad— y de la corrupción administrativa que entrega los recursos públicos a los especuladores del poder; es la muestra precisa de los percances que ocasiona la falta del acceso a la justicia (que deviene en el nacimiento de merodeadores, justicieros, asesinos a sueldo y grupos paramilitares) y a los servicios públicos indispensables (engendra hombres famélicos, débiles como la vegetación en las alturas)

El barrio siempre estará ahí; mientras las ciudades sigan siendo —igual a la pintura de los círculos del infierno de Botticelli— un entramado de miseria, donde en las cúspides residen los poseedores del capital —con sus beneficios— y en las antípodas, los que padecen el peso del mundo y los ultrajes que este les profiere, el barrio será inexorable.

Sin importar cuán grande —en extensión y desarrollo urbanístico— o cuán elevada sea la de producción de bienes y servicios en una ciudad, mientras que de alguna forma esta consiga engendrar, aunque sea una sola muestra de injusticia y desigualdad, habrá de parir inevitablemente un barrio, porque como diría Práxedis Guerrero: donde hay un gusano, hay un ambiente propicio para que crezca. Aun en las más glamurosas ciudades del mundo, aun en las más colosales fortalezas del capital financiero y comercial, hay un barrio al que vuelven los que en la repartición de los frutos del esfuerzo no obtienen más que los golpes de la férula del capataz, el arpón del hambre que revienta los huesos y seca la inteligencia. Aún hay quien cree que en las grandes cosmópolis del mundo no hay barrios, que la horda de degenerados y olvidados que pululan en sus estrechos laberintos infestados de miasmas putrefactos solo existen en los submundos del caribe, jamás en los casquetes polares donde los vikingos viven, jamás en las urbes de folleto de turismo.

Nueva York con sus populosos barrios —denominados administrativamente con otro rótulo, pero barrio al fin—, París, Roma, Helsinki —como nos mostraba Jim Jarmush en un Una Noche en la tierra— tienen sus barriadas, los espacios de los extramuros donde se recogen como una miríada de larvas los hijos de Adam. Los barrios con sus olores a fritangas, con su algarabía bullanguera y dicharachosa, con su caleidoscopio de colores, con las formas de sus edificaciones que desafían a los más eruditos y ortodoxos arquitectos.

Mientras se empeñan en imbricar una ciudad sobre otra —destruyendo nuestro patrimonio arquitectónico al importar modelos de gentrificación urbana desde el extranjero—, replegado a una sobre los costados oscuros de la otra, mientras construyen caminitos iluminados por faroles y dejan a la otra ciudad con sus luces de cianuro a punto de consumirse tras año de no alumbrar, mientras disponen corredores de policías para evitar que los habitantes de la ciudad de los extramuros —la verdadera ciudad, porque el barrio es el corazón vivo y palpitante de la ciudad— no salten a su ciudad de luz, anuncios de neón, tiendas D1 y ampulosos centros comerciales, dejando a la otra al dominio de los capataces de la muerte, de los administradores del terror, de las bacrim o los combos —según el gentilicio utilizado por condescendientes gobiernos locales—, mientras exhiben la ciudad superpuesta como la verdadera, como la ciudad del progreso y el desarrollo, en la ciudad de los extramuros —en el barrio— la gente sobrevive con las uñas, arrastrándose mes a mes sobre el armazón de sus huesos.

Por ello les digo: vuelvan al barrio. Vuelvan a las tiendas del barrio, donde se compra el diario; donde el panadero de toda la vida y el que llega con los buñuelos y los pasteles hojaldrados; donde el señor de las legumbres que se esmera en tener productos frescos para suplir las necesidades alimenticias básicas pese al esfuerzo de los políticos y empresarios por incrementar el precio de la canasta básica; sílbele al señor de la mazamorra, converse con la señora del aseo, los recicladores, conozca al barrio. En el barrio hay infinidad de negocios de familia, negocios que son el sustento del barrio, sin ellos, el barrio moriría, deviniendo en un bloque de viviendas verticales, urbanizaciones y demás complejos para uso habitacional que han despojado al barrio de su fuerza, de su carácter popular, por ello es necesario organizarlo. Mientras el barrio viva tendremos como resistir, como organizarnos, lo defenderemos casa por casa como en el pasado —de ser necesario—. Pero lo más importante: súmese y colabore con las alternativas productivas sostenibles y respetuosas de la naturaleza, que se establecen sobre principios de horizontalidad (cliente-vendedor-productor) y en las cuales la distribución de los recursos obtenidos sea para el bienestar de todos y no solo de los dueños y de los accionistas mayoritarios.

Porque cuando la impenetrable fortaleza de suburbia caiga, las redes comunitarias —culturales, económicas y políticas— que ha ido tejiendo el barrio durante años de resistencia a la desidia del gobierno, serán los pilares con los cuales se levantará la nueva sociedad, la sociedad popular y democrática. Porque han sido las comunas y los barrios donde se han levantado las barricadas contra el déspota, desprendiendo los adoquines de sus calles, tomando el poder de sus instituciones civiles y militares; porque ha sido en los barrios donde las sociedades secretas han conspirado contra las dignidades divinas y regias; porque han sido en los barrios donde se han engendrado las revoluciones que ha destronado a los tiranos de sus pedestales.

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