El barrio de los tres colores que recuerda Carlos González

El barrio de los tres colores que recuerda Carlos González

A sus 62 años la única pasión que lo dominaba era visitar cada mes el barrio que lo vio crecer. Allí aún vivían sus amigos, y vivo también seguía estando el fútbol

Por: Carlos Gonzàlez Dìaz
diciembre 06, 2022
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El barrio de los tres colores que recuerda Carlos González

No estaba equivocado al pensar que el lugar donde podía encontrar a Carlos González era la cancha de fútbol.

A sus 62 años la única pasión que lo dominaba, era visitar cada mes el barrio que lo vio crecer. Allí aún vivían sus amigos, los verdaderos amigos, como el mismo manifestaba.

Sentado en las gradas veía un partido de fútbol en la bombonera. Lo observé unos instantes antes de dirigirme a él. De vez en cuando alzaba su mirada al cielo con un poco de nostalgia. Su cabello gris revelaba aceptación y dignidad. Lo conocía de tiempo atrás, por asuntos del fútbol. Le dábamos patadas a un balón, a veces, en el mismo equipo, a veces en el equipo contrario.

Lo miré una vez más, me atrevo a decir que se le veía tranquilo, como quien ha aprendido a vivir con sus errores.

—¿Hola Carlos, qué hay de tu vida, cómo estás? —le pregunté. No se había percatado de mi presencia.

—Hola, Gareca, ¿estoy bien, y tú? —contestó y me estrechó la mano efusivamente. Así me llaman en el mundo futbolístico.

—Amigo, cómo ha pasado el tiempo. Yo jugué en esta cancha cuando era un peladero. El barrio no era lo que es hoy —se quedó pensando, como recabando de su memoria los recuerdos, de tal suerte que seguí preguntando para que me narrara de viva voz, sus remembranzas al ser testigo y protagonista de la fundación del barrio.

—¿Cómo era el barrio? ¿Cómo lo recuerda? —indagué.

—Vamos a ese quiosco y nos tomamos algo. Me preguntó si quería una cerveza. Le dije que sí. Le hizo señas al tendero para que las trajera y nos sentamos en unos topes de cemento. Una canción del Gran Combo, sonaba a mediano volumen, algunos de los asistentes tarareaban partes de la canción.

—Yo llamo a este barrio el barrio de los tres colores

—¿Cómo así, Carlos? ¿Por qué? —miró al cielo, tomó aire y declaró:

—La primera imagen que tengo del barrio es un potrero rodeado de selva verde. Noches oscuras con una sinfonía de zumbidos de insectos. El amanecer, con las parvadas de aves y el sol que parecía nacer y morir entre los árboles. El olor a bosque fresco aún hoy lo extraño. Era como si todos los días el mundo verdeciera de nuevo.

Se acomodó y me miraba de vez en cuando. Tenía la mirada puesta en su botella de cerveza.

—Llegué muy niño, de siete años. Hermano, aún creía que los regalos los traía el niño Dios—decía, mientras pasaba el índice de su mano derecha repetidamente por la abertura de la botella. Había consumido ya media cerveza, bebía ansiosamente.

—Mi madre estaba contenta. La Caja de Vivienda Popular le había adjudicado un lote en la manzana CD número 3. Poco importaba que al final del día, después de una jornada ardua, cortando vara santa, guarumo y cualquier palo que ayudara a sostener el rancho, llegara picada de hormigas y zancudos, cundida de cuitivas y garrapatas. Ella estaba alegre, no importó que trataran de persuadirla amigos y familiares para que no se fuera a esa lejanía, dizque porque el barrio no tenía futuro. “Los muchachitos se van a enfermar”, le decían tratando de amedrentarla. Todos ellos ignoraban que mi madre tenía una razón oculta en su corazón: jamás volver a pagar un arriendo y ser dueña de un pedazo de tierra.

Carlos narraba como si los hechos fueran recientes. Pidió otras dos cervezas. Esta vez no me preguntó si quería y yo no deseaba distraerlo, así que no repliqué, él estaba cómodo contado su historia y yo escuchándola.

—Fue un programa de autoconstrucción. Armados de picas, palas, barretones y machetas, cada ocho días los fines de semana se daban cita mi madre y otros adjudicatarios para levantar poco a poco los primeros cimientos. Llegamos a vivir en ranchos construidos en paroi, retal de madera, y zinc. Gallinas y cerdos, andaban de rancho en rancho. Todos los ranchos compartían un solo patio.

Carlos hacía pausas solo para tomar sorbos de cerveza, yo hacía lo mismo.

Según datos del Dane, para el censo del año de 1964 la ciudad de Villavicencio contaba con 58.430 habitantes.

—Hermano, en el año 67 la ciudad llegaba hasta el barrio el Retiro. Para llegar al barrio Popular era por un camino de vereda, que a veces la maleza lo tapaba, pero lo recorríamos de memoria. Parecía un paraje macondiano donde aún no llegaba el progreso.

Miraba su cara, y emanaba mucha satisfacción en su rostro, propio de quien tiene gratos recuerdos.

—Ese es el primer color que recuerdo del barrio. Todo era verde: las culebras, los loros, los árboles, la mata de monte. Y así fue durante mucho tiempo.

Estaba contagiado de la nostalgia de Carlos. Yo miraba para todos los lados imaginándome el barrio de hoy sin casas. Una sensación de frescura recorrió mi cuerpo.

Pidió dos cervezas en lata y le dijo al que nos atendía, —ahora le pago —supuse que eran conocidos.

—Vamos al lugar en el que me críe —me colocó la mano en el hombro, invitándome a seguirlo. Con la cerveza en la mano, anduvimos unos metros y llegamos a un parque. Iba señalando, según él, los primeros ranchos de las quince familias fundadoras del barrio con nombres y apellidos: José Vicente Días, Pacho Acevedo, Soledad Baquero, Eusebio Gómez, Flor Álzate, Inés Cumbal, Carmen Lara, Efrén Correal, Yolanda Díaz, Isidora Peña, Efraín Candela, Milton Hernández, Carmen Lara, Gelacio Hernández y Purificación Mina. Uno a uno emergía de sus recuerdos como si los leyera de un pizarrón. Me señaló su casa materna, pintada de colores pasteles y muy bien terminada. Me era difícil pensar que allí existió un rancho.

—Una inmensa caseta se construyó donde funciona hoy el colegio Carranza —señaló con la mano derecha — con bazares todos los fines de semana, se pusieron a la tarea de recoger fondos para la construcción del sistema de alcantarillado, obras de urbanismo y la compra de una planta de generación eléctrica. El barrio en invierno se inundaba, como si fuera una pequeña Venecia. Las zanjas se convirtieron en nuestras piscinas. Nos chapuzábamos en el agua amarilla del barro y salíamos como si fuéramos figuritas doradas.

Si Carlos no lo narrara, por sus señas le podría entender, tenía un lenguaje corporal bastante expresivo.

—Los tractores y una máquina amarilla se encargaron de tumbar monte para hacer espacio a medida que el barrio crecía. Detrás, íbamos entusiasmados, una turba de muchachitos desesperados cazando los animales que huían al paso de las máquinas. Turras, Curíes, Garzas, Perdices, Abuelitas, todos esos animales eran el alimento diario. Detrás venían las culebras: Cuatro Narices, Coral y Guíos Perdiceros.

—¿Ha comido algunos de esos animales? —me preguntó, al mismo tiempo que se detenía.

—No. Nunca. Algunos ni los conozco —contesté.

—Era un espectáculo ver a los animales huir y nosotros dándoles caza. Nos los comíamos fritos —continúo diciendo.

Hacía calor. Ya no teníamos cerveza. Entró a una tienda y compró otras dos. Se saludó con mucha efusividad con los que estaban detrás del mostrador. Todos dijeron al unísono, “qué milagro verlo por acá”. Cruzaron unas cuantas palabras y se despidió.

Continuó hablando, sin perder el hilo de su relato.

—Con mucho esfuerzo, poco a poco los ranchos iban siendo reemplazados por casas de bloque de cemento y tejas de asbesto. Las calles asomaban en las cuatro esquinas. La tierra mostraba sus entrañas: era amarilla. El agua potable era sacada de aljibes, que la enviaban a un tanque elevado. Con el avance el barrio ya tenía luz generada por una planta eléctrica, en un horario de seis de la tarde a diez de la noche —A medida que andábamos, me iba indicando en dónde quedaban los aljibes y los vestigios del tanque elevado.

—Recuerdo a un hombre alto con sombrero que portaba un maletín en el que guardaba una pinza y una jeringa que hoy en día parecerían artilugios de veterinario. Venía al barrio cada mes gritando “¡Saco muelas!”. Desesperadamente, lo esperábamos porque la chispa eléctrica, ese medicamento que comprábamos para el dolor, ya no hacía ningún efecto en nuestras muelas huecas.

Hizo una demostración un poco exagerada del tamaño de los instrumentos. Soltamos una carcajada porque se dio cuenta de su exageración.

Nos sentamos en otro parque.

Recuerdo que, en la mañana, había tenido una conversación con José Ramírez, otro fundador del barrio. Él me relató que con la ayuda de algunos políticos de la época se hizo realidad el campo de fútbol. Resplandecía el amarillo tierra en toda su estructura, de su vestido inicial, como signo premonitorio de sus gestas deportivas.

Años más tarde el mundo futbolero bautizó la cancha como “la Bombonera”, por el ambiente que se respiraba antes y después de un partido.

También me relató que, a la cancha, le vaciaron unos viajes de piedra y balastro para hacer un helipuerto improvisado, porque llegaba el presidente de la república de ese momento, Misael Pastrana Borrero. No se iba a ver muy bien que ensuciara de greda sus zapados importados y pensara que era mierda lo que había pisado.

Empezamos a caminar y tomábamos sorbos de cerveza de vez en cuando. El Popular parecía un pueblo, continuó diciendo Carlos: —caseta de bazares, cancha de fútbol, oficina de Telecom, escuela, puesto de policía, iglesia, estación de servicio, plaza de mercado. La calle principal se acopió del ambiente de negocios con droguerías, graneros, cacharrerías, tiendas y expendios de carne.

A medida que caminábamos, Carlos iba saludando a varias personas con la mano y a otros con la palabra. Le ratifiqué que aún el barrio tiene esa apariencia de pueblo.

—Mientras tanto, todos disfrutábamos de los placeres que nos brindaba el barrio— continuó narrando —nos bañábamos en las aguas cristalinas del caño Maizaro, en esa época no le caía agua sucia. El pozo de los monzones hoy es el barrio Villa Ortiz, y el pozo de los bejucos hoy es el barrio el Danubio. Nuestras madres iban a lavar a la mana, un nacedero de agua diáfana que salía de las entrañas de la tierra como si esta llorara a toda hora, hoy es el barrio el Recreo. Familias enteras descansaban los domingos en los pastizales de la laguna del estero.

Con memoria fotográfica, me iba describiendo cómo eran y en dónde estuvieron ubicados. Me era difícil aceptar que lo hiciera con tanta precisión, pues los lugares estaban habitados y cambiados ahora. Toño González me contó en alguna oportunidad que se robaban el arroz, el aceite y las papas de la escasa remesa de sus hogares para ir a pescar y hacer un piquete. —Los caños pasaban por los hoy barrios Estero, Villa Johanna, Camelias, Villa Ortiz. Todos esos caños llevaban buen pescado: chubanos, cuchas, barbillas y dormilones, continúo, indicándome con su mano izquierda por dónde pasaron esos caños.

Nuevamente en el quiosco dos sillas vacías nos esperaban. Ahora me cuenta Carlos que, en la época decembrina, jugaban a los aguinaldos: tres pies, pajita en boca, el beso robado, el sí y el no, a dar y no recibir, hablar y no contestar. Se reunían en cualquier esquina a jugar cinco huecos, al trompo, la troya, bolas, culebrilla, al burrión, al yoyo, y las interminables partidas de fierrito y veintiuna. Le resalté que casi todos esos juegos hoy ya no se practican.

—Esa era la época amarilla del Popular. Las calles y la cancha eran de color amarillo. Los charcos en donde nos bañábamos tenían la misma tonalidad por sus aguas gredosas.

Lo dijo con la misma nostalgia que cuando extrañó el color verde que estuvo antes de las casas.

Días atrás abordé a Carlos Mina, un negro pionero en la fundación del barrio que tenía una sonrisa permanente en su rostro, para que me relatara por qué el barrio, en su concepto, fue el epicentro de ese éxodo de negros, provenientes del Cauca, Chocó y Valle del Cauca.

—Llegamos a Villavicencio en busca de nuevas oportunidades —comentó — me atrevo a pensar que los bazares, la cancha de fútbol y el crecimiento del barrio contribuyó para que nos asentáramos aquí. Ese fue mi caso y puedo asegurar que fue lo mismo para los demás. La oportunidad de hacernos a un lote fue fundamental. A Puerto Tejada, Caloto y Cali llegaban buenas noticias de Villavicencio. El voz a voz de que Villavicencio era un buen vividero animó a mis paisanos a venir aquí. Además, nosotros le jalábamos a todo lo de la mecánica y la albañilería. Nosotros fundamos la calle de los negros.

Los apellidos afrodescendientes, que nombró como quien lee una lista de mercado, habían expandido su existencia en el lugar: Alegría, Mancilla, Caniquí, Ballesteros, Viveros, Vidal, Chara, Campos, Galindo, Zapata, Valencia, Cuero, Ramos, Angola, Zúñiga y Mina se arraigaron en el barrio.

Ahora no estábamos solos. Alberto Pérez nos vio y se unió a la charla. Arrimó una silla y se sentó a mi lado. Pidió tres cervezas. Al enterarse de lo que estábamos hablando dijo:

Misrecuerdos se remontan a los bazares, gozaban de popularidad en la ciudad. El barrio formó un equipo de fútbol, y cada domingo invitaba equipos de otros barrios. Éramos muy afortunados y privilegiados. Esa cancha trajo mucha prosperidad al barrio.

El barrio Popular integra la comuna 5, siendo una de las comunas más densamente pobladas. Según datos del DANE, para el año 2006 la comuna tenía una población de 61.458 habitantes.

Carlos intervino. Aún permanecía en su rostro una mueca que denotaba ansiedad. Quería hablar, y yo estaba intrigado.

—A medida que el barrio crecía en área y población, otros equipos de fútbol nacieron: Cosmos, el Nacional, Quilmes, Deportivo Popular, Clínica Odontológica el Barzal. Las mujeres también tuvieron su equipo, entrenadas por Luis, ‘el diablo’.

Recordó al viejo Tique, un indio enjuto que tenía por oficio ser chef. Era quien entrenaba a los pelados menores de quince años. Su única preocupación no era ganar los partidos, sino ganarle el partido a la vida, para que a quienes entrenaba no cayeran en el mundo de las drogas y el alcohol. Por aquella época, el valium, el diazepam y la marihuana asomaban sus orejas. Todos los días a las 5 de la mañana iba casa por casa despertándolos con un silbato.

Pacho Acevedo llegó como si nos estuviera buscando. Nos saludó a todos, con mucha efervescencia. Arrimó una caja y se sentó al lado de Alberto Pérez. Carlos le comunicó que estábamos recordando viejos tiempos. Inmediatamente, tomó la palabra y se dirigió a mí, porque él sabía que yo no era fundador.

—Hermano, sin lugar a equívocos, la raza afro enraizó por varios años su cultura en el barrio. La navidad era celebrada en vivo; representaban a la virgen María y a San José camino a Belén. Los buscapiés, los totes y triquitraques anunciaban su llegada. En las fiestas decembrinas las comparsas eran un evento digno de espectáculo. Me parece ver a «doña Pura» haciendo de la viuda Alegre, el médico era Carlos Mina, los payasos iban repartiendo dulces por las calles. «Caldo de lobo» y «Songo zorongo» le dieron vida a la vaca loca y el burro loco. Iban correteando a todos los niños, embistiéndolos, jugando a no dejarse alcanzar. Cuando Pacho narraba, los demás asentían, dejando escapar risas de satisfacción. Yo también reía — qué diferente fue mi niñez — musité.

Pacho continuó con su relato —El carángano es un instrumento de percusión de origen africano, fabricado de una guadua verde de unos tres metros de longitud, al que le sacaban un pedazo de mimbre, de unos tres centímetros, acuñándolo en los extremos con dos palos atravesados, sobre la que se coloca una vejiga de res inflada que servía de resonador. Al son de la música, los negros bailaban danzas autóctonas caucanas. El barrio tenía alma negra. La salsa nos penetró hasta la médula, por eso este barrio fue bastante salsero, nos enseñaron a bailar al son de los discos de 45,78 y 33 rpm, que traían bajo el brazo a medida que llegaban los negros al barrio, en el Bronx, la primera discoteca, nos deleitábamos tirando paso y azotando baldosa al son de Ritchie Rey, el Gran Combo, La sonora Ponceña, Willie Colon, Héctor Lavoe, la Sonora Matancera y la Fania. Años más tarde otras discotecas ayudaron a preservar el legado musical: la esquina del movimiento, la escalinata, Memos. El raspado, el champús, el manjar blanco y el tamal valluno fue parte de nuestra gastronomía.

Como le parece hermano, que hasta el día de hoy conocemos a «Caldo de lobo», «Songo zorongo», «Gunga» «Pastoriza», «Caloto», el «diablo», «Banderita», «Pelezinho», «chilagogue», «guaranga», «mini guayo» por sus apodos. Los nombres reales de estos amigos aún los desconocemos. Nos reímos porque era una ocurrencia bastante particular.

Seguidamente, me contaron a tres voces de un caso de discriminación que hubo en esa época. Lo recordaban por el desenlace fatal que tubo. El papá de una pelada muy bonita no aprobó los amores con un negro. El racismo afloraba en esa época trayendo el primer suicidio y el primer muerto en el barrio.

El partido había terminado. Empezaba a oscurecer. Los aficionados abandonaban el estadio. Algunos de ellos se saludaban y se chanceaban con mis amigos. En minutos el lugar quedó desocupado. Las tiendas alrededor del campo de fútbol se llenaron de aficionados, celebrando el triunfo o buscando una razón por la derrota.

Recordaban con nombre propio a varios fundadores que ya habían partido a la eternidad. La lista era larga y sus nombres eran pronunciados con una actitud atribulada y luctuosa.

Nos paramos y nos despedimos de abrazo. Solo quedamos Carlos y yo.

Todos mis amigos aún tienen familia allí. Los fines de semana alrededor del estadio se dan cita a recordar viejos tiempos. Las historias de los personajes nunca se detienen, porque en cada esquina alguien evoca,una y otra vez, las anécdotas de los personajes en la vorágine de la vida del barrio popular.

—El color negro es el otro color que recuerdo —expresó Carlos, con la misma añoranza que sintió, cuando extrañó los otros dos colores. —El color de la raza que se entreveró entre nosotros, que con su pujanza y destreza hicieron su aporte y colocaron el nombre del barrio en lo más alto, siendo el más reconocido de Villavicencio. Dejaron huella y nos contagiaron de su alegría negra, porque en sus calles no había lugar para la tristeza. Además, ya no se ve el verde de los árboles, ni el amarillo de las calles, ahora están todas pavimentadas.

Aún notaba nostalgia en sus palabras. Por el tono que lo dijo, pensaría que sus recuerdos intactos, lo tenían ligado al barrio de por vida como un cordón umbilical, y que él jamás aceptaría que ya no viviera en el barrio Popular.

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