El bárbaro placer de destruir
Opinión

El bárbaro placer de destruir

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junio 02, 2015
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Mucho me ha dado qué pensar la reciente columna de Adelina Covo, haciendo un llamado de atención sobre lo que va a suceder con La Serrezuela, en Cartagena. El hermoso y hoy deteriorado edificio quedará como un feo lunar (así, en otro contexto, no lo sea), en el centro histórico de la ciudad. Afirma Adelina en su columna, que el patrimonio cultural pertenece a toda la comunidad. Algo que ocurre en principio pero no en la práctica, algo que se da en el papel, una norma fácil de burlar. El hecho de que esto ocurra con tanta frecuencia, obedece a múltiples intereses que van desde el lucro económico, hasta el deseo de borrar lo que otros han hecho en el pasado, la intención de dejar una firma indeleble, pues es difícil olvidar a quien arrasa con alguna maravilla, en una suerte de perversa exaltación del ego.

Basta pensar en la destrucción que el Estado Islámico adelanta en el Medio Oriente. Quién no se ha indignado al ver a los fanáticos bárbaros, martillo en mano, ensañándose contra esculturas, monumentos y objetos arqueológicos mesopotámicos. Hoy temblamos de solo pensar en las ruinas de Palmira. Todavía están en pie, mañana, quién sabe. Porque ya los yihadistas dominan Palmira y sin duda darán rienda suelta a su salvaje necesidad de devastar una ciudad que cuenta con cuatro mil años de historia, con algunas de las ruinas grecorromanas mejor conservadas del mundo. En el mercado negro circulan toda suerte de objetos arqueológicos, ganancia que los beneficia. Se sabe además que tienen como objetivo inmediato al Vaticano, con sus tesoros renacentistas, con los frescos de Miguel Ángel, con sus diez kilómetros de museos abarrotados de obras de arte.

Pero los destructores no pertenecen solo al Estado Islámico. No olvidaré la respuesta de un joven soldado norteamericano, mientras contemplaba con soberbia indiferencia el saqueo del Museo de Bagdad, ante el desesperado ruego de una de las funcionarias que le pedía detener aquel horror, a lo cual el soldadorespondió que ellos no estaban allí para cuidar antigüedades, sino para f….ing liberate.

La destrucción sistemática del pasado tampoco se limita al momento actual. En el antiguo Egipto era costumbre que el nuevo faraón destruyera las inscripciones en los templos, en los obeliscos, que derribara monumentos levantados por su antecesor. Era la manera de aniquilar su memoria, de erguirse ante los ojos de sus súbditos, y de la historia, como el único, el mejor. Hay que imaginar también el asombro de Alarico en medio de los deslumbrantes mármoles del Foro de Trajano antes de ordenar su destrucción, porque el nuevo amo de Roma no podía permitir que otro hubiera creado tan magnífico escenario. O al Papa Urbano VIII, miembro de la aristocrática familia de los Barberni, ordenando que se arrancara el bronce que recubría el techo del Panteón, para fundirlo y construir las columnas salomónicas en el altar de la Catedral de San Pedro, lo cual le valió la famosa frase de Pasquino:Aquello que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini.

Si por allá llueve, por aquí no escampa. La lista del patrimonio histórico destruido en Colombia es larga. Recordemos el segmento de muralla derribado por un alcalde de Cartagena. El desmantelamiento de los altares de tantas iglesias. El famoso Teatro Junín de Medellín, derruido para levantar la ciclópea torre de Coltejer en honor a la supuesta pujanza paisa, ignorando los beneficios de la cultura. Por obra de ese alcalde de nombre perdurable, la ciudadanía quedó durante décadas sin las óperas, las zarzuelas, el ballet, los espectáculos que enriquecían su vida de manera distinta a como podía hacerlo una textilera. Recordemos el famoso palacio arzobispal, una joya diseñada por un arquitecto italiano, derribado para construir un edificio rememorando a un banquero. Fragmentos de sus cornisas, de sus vitrales, de sus artesonados, fueron a parar a casas señoriales, que hoy tampoco existen.

La Unesco propuso hace poco, en una cumbre a la que asistían los mandatarios de diez países árabes, que se considerara la destrucción del patrimonio como un crimen de guerra. Y con razón, pues en el patrimonio se afinca parte de nuestra historia. Sin historia no sabríamos quiénes somos, sin historia no hay conocimiento, sin conocimiento conciencia, sin conciencia valores, sin valores ética. Un buen deseo, el de la Unesco, que no pasará a mayores. No veo a los destructores de los bienes culturales juzgados como criminales de guerra, aunque lo sean. Nadie va a castigar a los pilotos que bombardean zonas arqueológicas. Nadie va a castigar a quienes atraviesan el desierto en pesados tanques de guerra, destruyendo maravillas sepultadas bajo la arena. No veo en la cárcel a los bárbaros yihadistas, ni a los alcaldes colombianos que ordenan, o que permiten, la destrucción de elementos pertenecientes al patrimonio colectivo.

Los beneficios económicos avalan el bárbaro placer de destruir. Y así seguirá ocurriendo mientras no apreciemos el valor espiritual de la cultura, que no es cuantificable en una tabla de Excel, ni en acciones, ni en bonos, ni en una cuenta bancaria, pero que produce resultados civilizadores.

Me viene a la memoria la frase de Freud: Todo el que trabaja en favor de la cultura, trabaja en contra de la guerra.

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