Ya no me acuerdo quien me llevó, tuvo que ser alguien de provincia que estudiaba acá y tenía a esa tienda, de arribita de la Jiménez, como escampadero. A primera vista era una tienda normal: la incubadora con los pastelitos, las cervezas frías y quietas en las estanterías, los borrachos sobre una heladera gigante y vieja que decía Club K. Después del pasillo, un salón grande que se parte en tres, debajo de mis pies un sótano, arriba unas escaleras, una araña de luces mortecinas aferrada al techo de zinc. Ninguna de las setenta y tres mesas del local tenía una silla para sentarme. La primera cerveza la tomamos parados. Me llevé la mano al bolsillo, conté las monedas y un par de billetes arrugados. En ninguno de los veintinueve bares de La Candelaria podría emborracharme con tan poco.
Saqué a un lado las monedas de doscientos pesos y caminé hasta la primera rockola. Le pedí a Zoila, la mesera rubicunda de siempre, que me explicara cómo se manejaba el misterioso artefacto. Salsa, mexicana, rock, baladas o pop: todos los géneros en doscientos metros cuadrados. Cuando me tomé, a pecho y sin respirar, el segundo tequila, no me importó que mi Charly García se transformase, súbitamente, en el Charrito Negro: en la mesa de al lado unas borrachas cantaban a moco tendido por un amor que se fue. Nos abrazamos. Zoila pasó y yo pedí otro tequila de tres mil pesos. La fiesta estaba asegurada.
La aventura de Ceci Gonzales empezó treinta años atrás, en la Séptima con 25. Allí tenía una cafetería donde vendía buñuelos y pandebonos. Abría a las seis de la mañana y cerraba a las ocho. A los pocos meses bajó cinco cuadras más y en un lugar mohoso y oscuro empezó a vender cerveza y aguardiente. Se consiguió una rockola y los muchachos se adormilaban con la voz de Vicente Fernández y tres litros de Néctar. Nueve años duró allí hasta que, en 1994, se pasó al actual local de la carrera Cuarta con Jiménez. Al principio era solo el pedacito del primer piso. La gente hacía fila para dejar, con el trago en la mano, las monedas de cincuenta pesos en las rockolas. La clientela crecía a ritmo frenético hasta que tuvieron que habilitar el sótano a donde iban a parar las seiscientas botellas de cerveza que podían vender en un día malo. Los estudiantes de las universidades que rodean el local eran su principal clientela. En ese roto más de un muchacho del interior se inició en la bohemia típica de La Candelaria.
Doña Ceci tenía una carpa y un letrero gigante que se lo hicieron quitar, empezando el siglo, dizque por contaminación visual. Cinco años después la Alcaldía de La Candelaria mandó a poner una placa reconociendo al bar como uno de los lugares insignes de la histórica localidad. Los turistas, acosados por los rumores, empezaron a poblar el lugar. Ceci, ahogada por su clientela, tuvo que alquilar el segundo piso para completar, a finales del 2008, el local gigante que explota cada viernes.
Diez años después de mi primera borrachera en Ceci regresé. Aunque la clientela había cambiado el fervor era el mismo. Me llené los bolsillos con moneditas de doscientos y una tras otra fui haciendo mi lista de una hora. Creí que no iba a resistir, que estaba muy viejo para beber tequila tras tequila. Había olvidado que Ceci tiene ese embrujo especial, ese aire desparpajado, esa contradicción de lo intelectual con lo chabacano, en donde se confunden las discusiones imposibles, como elegir cuál fue el peor enemigo de Gokú, o escuchar el adiós de un amante furtivo. Por un momento volví a ser un universitario y no me importó que el Chapo de Sinaloa hubiera reemplazado a Rage against the machine. Había vuelto y con apenas 15 mil pesos pude invitarles tequila a los de la mesa de al lado.