Tengo 52 años y crecí escuchando a los Toreros Muertos, Hombres G, Enanitos Verdes, Ilegales, Soda Stereo, Inhumanos, Luis Alberto Spinetta, Miguel Ríos, entre muchos otros grupos de rock argentinos, españoles, chilenos, colombianos y mexicanos.
El rock en español era la realidad más hermosa que nos envolvía por aquel entonces. Escuchábamos Línea caliente (Hot line), en Radio Tequendama Bogotá. Veíamos en la televisión nacional 'Oro sólido', 'Que viva la música' y 'Hoy es viernes'. El rock lo envolvía todo y llenaba de magia el espacio vacío de nuestras pequeñas ciudades.
Solo había tres canales de televisión, y en ciudades periféricas como Neiva o Tunja, el rock nos llegaba por medio de casetes que algún primo o familiar traía del extranjero. La mayoría de las canciones de estas bandas eran temas festivos, alternativos, de vivencias cotidianas, declaraciones de amor: Te quiero (Hombres G), Yo no me llamo Javier (Toreros Muertos), Santa Lucía (Miguel Ríos), Atado a un sentimiento (Miguel Mateos), Me duele la cara de ser tan guapo (Los Inhumanos).
Muy pocos grupos optaban por una música protesta, contestataria u oposicional. Ese fue el extraño caso de Los Prisioneros, una banda chilena que se consolidó en Santiago de Chile en plena dictadura militar. Sus canciones atacaban de manera frontal a Augusto Pinochet y a toda la política económica y social de la América Latina de ese momento. Una de sus canciones emblemáticas es, sin lugar a dudas, El baile de los que sobran, una pieza musical que 30 años después se convierte nuevamente en himno vivo en las protestas de Chile, Colombia y Perú.
Treinta y cinco años después, la voz de Jorge González, la guitarra de Claudio Alejandro Narea y los redoblantes, platillos y toms de Miguel Tapia se cuelgan de las bocinas de los automóviles, los altoparlantes de los muchachos y muchachas que van levantando sus gritos por las principales avenidas de Santiago, Bogotá, Valparaíso, Medellín, Concepción, Neiva o Cali.
En 1986, en plena dictadura de Augusto Pinochet, una canción como El baile de los que sobran causaría muchas ampollas y urticarias entre la gente de extrema derecha de esa parte del continente. Escrita por Jorge González para marcar posición política sobre los toques de queda, la represión y la desaparición de hombres y mujeres del Chile de 1973 a 1986 (la dictadura acabó en 1990), El baile de los que sobran superó cualquier expectativa de la propia banda y atravesó la barrera esquiva del tiempo y de la cordillera de los Andes.
Curiosamente, El baile de los que sobran nunca ha salido del espectro social y político de América Latina.
En Colombia también ha sido un himno, no solo como pieza clásica del rock en español, sino también como referente de lucha, oposición y rebeldía frente a las arbitrariedades de los desgobiernos de turno.
Y es que ante más de 900 líderes sociales asesinados en nuestro país, más de 9 millones de colombianos afectados directamente por el conflicto armado, 6.402 civiles ejecutados por militares en el eufemismo de falsos positivos, más de 5 millones de colombianos sin empleo, son cientos, miles, millones los colombianos invitados e involucrados en este baile de los que sobran.
Nos hemos unido al festín sin darnos cuenta, nos han invitado a un baile al que nunca pedimos —de manera consciente— ser convocados. El baile de los que sobran es una metáfora que como Cien años de soledad identifica y representa a toda América Latina. Cada día es más gruesa la población reunida alrededor de esta fiesta de la iniquidad, la exclusión, la desigualdad y la muerte.
Durante el paro nacional de los últimos meses han sido asesinadas y desaparecidas más de sesenta personas. Gente de a pie, gente sin importancia, seres humanos provenientes de las regiones más invisibles del país, facinerosos que sobran y que deberían sobrar, como dice la canción.
Porque este es un país hecho e inventado desde el centro: la periferia sobra y las clases subalternas, aquellas que no tienen nada que ver con las hegemonías políticas y económicas de la nación, no suman, no cuentan y escasamente se vuelven visibles cada cuatro años, cuando extrañamente vuelven a tener importancia y son relevantes como dígito y huella dactilar.
Lo que pasa es que la visibilidad solo les dura un día. El resto del tiempo, pasadas las elecciones, es gente del montón, los nadie, gente que no aporta nada, que no construye país; gente que sobra, según palabras de ciertos sectores de la sociedad.
El baile de los que sobran nos recuerda que existe un país dividido, un país para los jóvenes y un país para los viejos, un país excluyente y un país para ciertas minorías. Un país atravesado por la violencia y acuchillado por la indiferencia y el despotismo de sus dirigentes.
¡Únete al baile!